La caravana, en trance de seguirla o de iniciarla, se nutría desde tres veredas: el legendario Salón México, la XEW y el teatro Politeama. Bailarines de danzón, actores, locutores, cantantes y el respetable de la última función. La cita convocaba a una mesa mugrienta sin opción de distingo entre rotos y malvivientes; intelectuales y mecapaleros; pieles y pantalones de peto de mezclilla cruda y una que otra callejera nocturna. El perfume francés hermanado al sudor de la jornada.
En la cabecera la sacerdotisa Santa —Santita para los habituales— convocaba al rito, colocándose en pausa la guitarra melancólica del maestro Claudio Estrada, insignificante en un rincón del tugurio con ingreso por la calle de Cuauhtemoctzin del barrio viejo de San Miguel.
Colocados los vasos colmados de menjurjes, mezcla de té de canela, jarabe de fruta y alcohol puro, el sacristán los convertía en veladoras al contacto con el fuego. Las llamas iluminaban los rostros de los feligreses en claroscuro tétrico y divertido: las cejas de María Félix, las arrugas de Agustín Lara, la cara de piedra del güero Batilas, guardaespaldas de la Bandida, el rostro de asombro del Chango Ernesto García Cabral. La bebida se tomaba bien caliente, hirviente quizá.
Las rondas eran parejas. Si para algunos una era suficiente, le dejaba el lugar a otros para, a mesa llena, repetir el espectáculo.
Santita trataba de “hijitos” a los parroquianos, los más famosos con opción de firmar el libro de asistencia.
Leyenda
El barrio, al despunte de la década de 1930, rebosaba cabaretuchos y bares bohemios. Así El Nuevo Jalisco, El Faro y El Papagayo. En la calle San Miguel (hoy Izazaga) se cantaba a Guty Cárdenas; y a Agustín Lara en el Habana, Las Brujas y La Peña. En este último la velada la abría el violín del maestro Elías Breeskin.
Aquella fiesta de boxeadores, torerillos, poetas, periodistas, políticos, se extendía hasta la madrugada, atemperándose los estragos de la batalla con un “chocolate” caliente: leche evaporada, cocoa y alcohol del 96.
La expedición topaba con los programas del teatro Politeama pegados a engrudo en las paredes del palacio de las Vizcaínas, resaltando las canciones dedicadas a las mariposas nocturnas del maestro Lara quienes, agradecidas, integraban cuadrillas para aplaudirle. Ahí la voz de Toña la Negra y la cadencia de las coristas.
En los ecos perduraba el recuerdo de los tres cines de la zona donde nació el maestro Miguel Lerdo de Tejada y creció Mario Moreno Cantinflas: Palatino, Granat y San Juan, sobreviviendo los dos últimos como Rialto y Princesa.
La leyenda hablaba del salón de baile El Pirata, padre del Smirna, cobijado por las paredes del convento de San Jerónimo, cuya mecenas fue Antonieta Rivas Mercado en regalo de paredes blancas al pintor Manuel Rodríguez Lozano, su amor desesperado.
Incipientes aún los rayos del sol, el taumaturgo alistaba su primera función colocando en una vitrina al aire recortes amarillentos de periódicos que daban cuenta de la vez que logró hacer caminar a un paralítico o devolvió la cordura a un “embrujado”. La “sala de sanaciones” estaba plena de imágenes de santos.
La memoria remitía también al teatro Apolo, canjeado por El Trece Negro, cuyas funciones subían de temperatura conforme se extinguía el día para llegar a su punto de ebullición en las de la noche. De vez en vez misteriosamente se iba la luz de la calle justo cuando el dictador Victoriano Huerta salía del brazo de la corista de moda.
Decía el poeta que la calle de San Juan de Letrán tenía dos amaneceres: uno para el demonio y otro para los mercaderes.