En el invierno de 1692, en la pequeña aldea puritana de Salem Village, en la bahía de Massachusetts, el miedo caminaba más rápido que la cordura. Las noches eran largas, los inviernos crueles y el fervor religioso ahogaba cualquier atisbo de duda o compasión.
En ese clima brotaron las más extrañas supersticiones, alimentadas por sermones inflamados y por el hambre de encontrar culpables de todo mal.
Todo comenzó con unas niñas. Betty Parris, hija del reverendo Samuel Parris, y su prima Abigail Williams, empezaron a comportarse de manera extraña: se retorcían en el suelo, gritaban que veían espectros, lanzaban acusaciones al aire. Muy pronto otras jovencitas las imitaron y la semilla de la histeria floreció en terrores colectivos. ¿Qué las poseía? En el lenguaje puritano, solo había una respuesta: el diablo, a través de brujas.
En ese entonces la ciencia médica estaba entrelazada con el folclore. Los diagnósticos de “posesión” o “maleficio” eran tan comunes como los de fiebre. Cuando la comunidad sospechaba que alguien era víctima de brujería, no se conformaba con las convulsiones o los testimonios dramáticos de las niñas: querían pruebas físicas. Así surgió una de las prácticas más escabrosas y reveladoras de aquel periodo: el pastel de orina o “witch cake”.
La receta era simple y repulsiva. Tomaban la orina de la persona que se creía hechizada —a menudo recogida de un recipiente nocturno o directamente del afectado— y la mezclaban con harina de centeno y algo de grasa para formar un pequeño pan.
Este “pan con orines” se horneaba y luego se daba a comer a un perro, considerado en el imaginario popular como criatura ligada al demonio. Si el perro, tras comer el pastel, mostraba comportamientos extraños o se acercaba a ciertos individuos, eso se interpretaba como que había detectado la brujería, señalando al culpable.
La lógica era un retorcido eco de la magia simpática medieval: se creía que al introducir la orina contaminada por el hechizo en el cuerpo del perro este entraría en sintonía con el maleficio y revelaría quién era la bruja responsable. Es decir, un experimento cruel y absurdo, pero que en la mentalidad puritana adquiría el peso de evidencia casi divina.
Una vecina del reverendo Parris, Mary Sibley, fue quien sugirió hornear el pastel. Con la ayuda de Tituba, la esclava caribeña del reverendo, lo prepararon con la orina de las niñas afectadas. Cuando el perro lo devoró, se desató el pánico: en lugar de calmar las sospechas, el acto aumentó la paranoia. Ahora el diablo no solo rondaba Salem, sino que se le estaba tentando abiertamente mediante rituales prohibidos. Paradójicamente, algunos acusaron a Sibley de emplear brujería para combatir la brujería.
Sangre inocente
En las semanas siguientes los juicios de Salem se tornaron una maquinaria insaciable. Abigail Williams y Betty Parris, junto con otras jóvenes, señalaron a vecinos respetables: mujeres ancianas, viudas y hasta figuras prominentes que habían caído en desgracia o tenían disputas con el reverendo. Más de 150 personas fueron encarceladas. Unas 20 morirían, 19 en la horca y un anciano, Giles Corey, aplastado bajo piedras por negarse a declarar.
Todo sustentado en evidencias espectrales —“veo su espíritu estrangularme”, gritaban las muchachas— y en “pruebas” como el infame pastel de orina, que había servido para apuntalar los primeros temores.
Lo más irónico es que hoy algunos historiadores sostienen que las niñas pudieron haber sufrido convulsiones provocadas por el cornezuelo del centeno, un hongo que infecta este cereal y produce sustancias parecidas al LSD. Así, el pan mismo, ya sea en forma de hogaza o de grotesco pastel de orines, podría haber sido culpable de las visiones demoníacas que tanto aterraron a Salem.
Con el paso de los meses, el gobernador William Phips, alarmado por el caos y bajo presión desde Boston, disolvió el tribunal especial. Muchos comenzaron a avergonzarse de sus actos. En 1697 se instauró un día de ayuno y oración para pedir perdón por la sangre inocente derramada. El reverendo Samuel Parris fue finalmente destituido, repudiado por una comunidad que poco antes lo había seguido con fervor.
Pero el episodio de Salem dejó cicatrices que no sanaron. Hasta hoy, el “pan con orines” permanece como símbolo de un tiempo en que la superstición, el fanatismo y la ignorancia conspiraron para destruir vidas. Es un recordatorio grotesco de cómo, bajo la apariencia de justicia, se puede hornear el miedo y servirlo caliente a toda una sociedad hambrienta de chivos expiatorios.
Así se tejió una de las tragedias más absurdas y siniestras de la historia colonial. Salem no solo condenó a brujas que probablemente nunca existieron: también expuso la fragilidad humana frente a la histeria colectiva, enseñándonos que a veces el verdadero demonio habita en nuestros propios prejuicios y terrores.