Las maldiciones son como las procesiones: por donde salieron vuelven a entrar.
A lo largo de la historia de la música clásica se ha tejido un manto de superstición alrededor de un número: el nueve. La llamada “maldición de la novena sinfonía” sostiene que luego de componer su novena sinfonía los grandes compositores se asoman inevitablemente a la tumba.
No es un mito moderno ni un simple juego de coincidencias: es una leyenda que ha recorrido siglos, alimentada por muertes prematuras y la atmósfera trágica que suele envolver a los genios de la música.
El origen más citado de esta creencia es Ludwig van Beethoven. Su Novena Sinfonía, terminada en 1824, rompió moldes artísticos y técnicos, incorporando la voz humana en un género que había sido puramente instrumental. Su coral final, el Himno a la alegría, resonó como un canto sublime a la fraternidad universal. Sin embargo, pocos años después, en 1827, Beethoven murió, dejando esbozos de lo que pudo ser una décima sinfonía. Su fallecimiento tras la novena se convirtió en el primer pilar de esta superstición.
Luego llegó Franz Schubert, admirador ferviente de Beethoven, quien vivió bajo su sombra. Cuando murió en 1828, apenas un año después del maestro alemán, había terminado su Novena Sinfonía (catalogada después como la octava debido a problemas editoriales, pero considerada por la musicología actual su novena en estructura completa). También había dejado bocetos para una siguiente sinfonía. Otra vida brillante segada tras alcanzar el temido número.
La leyenda fue ganando cuerpo con Anton Bruckner. Devoto tanto de Dios como del legado beethoveniano, Bruckner trabajó obsesivamente en sus sinfonías, temiendo no superar el fatídico umbral. Logró concluir su novena, dedicada explícitamente “al amado Dios”, pero murió antes de completarla por entero. Irónicamente, la Novena Sinfonía de Bruckner quedó inconclusa, como si el destino se hubiera cebado en sellar su propio mito.
Umbral
Gustav Mahler es quizás el caso más emblemático de esta maldición. Era un hombre supersticioso. Conocía bien la tradición y trató de burlarla. Después de su monumental Octava Sinfonía, en lugar de titular su siguiente obra como Novena compuso una vasta sinfonía vocal-instrumental, Das Lied von der Erde, evitando deliberadamente numerarla como “Sinfonía No. 9”. Se dijo que Mahler intentó engañar a la muerte, pero la muerte no se deja engañar tan fácilmente. Al final, escribió su Novena Sinfonía, la numeró como tal y antes de concluir completamente su décima falleció en 1911. Su Novena quedó así como un réquiem anticipado, cargada de presagios, despedidas y estremecedoras miradas a la eternidad.
Incluso en tiempos más recientes la sombra de la maldición parece perseguir a otros compositores. Antonín Dvorák murió tras su novena sinfonía, la célebre Del Nuevo Mundo, aunque su caso suele relativizarse porque planeaba, pero no había iniciado una décima.
Más intrigante es el ejemplo de Kurt Atterberg quien, supersticioso, al terminar su novena decidió no volver a escribir sinfonías, dedicándose a otros géneros para no tentar al destino.
Pero, ¿es real esta maldición o solo un relato sugestivo nacido del azar y el romanticismo? Después de todo, no todos los compositores mueren tras la novena. Dmitri Shostakóvich escribió 15 sinfonías; Joseph Haydn más de 100. Sin embargo, la leyenda persiste porque se alimenta de la narrativa trágica que tanto fascina a la condición humana. El artista alcanza su cumbre expresiva, se asoma a las puertas del infinito —la novena— y después perece, como si el genio fuera demasiado grande para sostenerse en la frágil carne mortal.
El nueve, en el simbolismo numérico, es el número de la culminación, el último antes del retorno al uno (diez). Representa un ciclo completo. Tal vez por eso la novena sinfonía es vista como el final de un viaje, el umbral hacia un misterio insondable. Cada compositor que se acerca a ella parece consciente de estar escribiendo un testamento sonoro, un monumento que resume su vida creativa.
Más allá de su veracidad o falsedad, la maldición de la novena sinfonía ha inspirado reflexiones profundas sobre el arte, el tiempo y la muerte. Nos recuerda que la música —como toda trascendental obra humana— es a la vez un desafío a la finitud y un canto resignado a ella. Beethoven, Schubert, Bruckner y Mahler escribieron páginas tan sublimes en sus novenas, que parecen dialogar con lo eterno, como si intuyeran que más allá de esas partituras ya no habría palabras ni sonidos, solo el silencio sin nombre del que nacen todas las melodías.