Así como en los años ochenta se intentó sostener artificialmente el valor del peso mexicano con la célebre promesa de “defenderlo como perro”, hoy se mantiene con similar obstinación un tipo de cambio simbólico en el mundo del arte. En lugar de permitir que las dinámicas artísticas se regulen naturalmente por la pluralidad de voces, el talento y el pensamiento crítico, se ha optado por afianzar una narrativa única. Se exhibe, se colecciona y se premia aquello que conviene preservar dentro de un sistema de legitimación cuidadosamente orquestado. Los museos más importantes del país, que deberían operar de forma independiente como espacios de reflexión, educación, preservación y difusión del patrimonio y construcción de identidad, se vuelven un escaparate al servicio del mercado del arte.
Esto no solo ocurre en México, aunque aquí resulta evidente para quienes presten atención: un puñado de galerías ha logrado insertar a sus artistas en prácticamente todos los espacios de mayor visibilidad institucional. Lo que podría parecer, a primera vista, una coincidencia de gustos o criterios curatoriales, responde en realidad a un entramado que involucra coleccionistas, curadores, escuelas de arte, medios de comunicación, marcas e instituciones públicas y privadas. Esta red de intereses opera como aparato legitimador y, al mismo tiempo, como mecanismo de exclusión. Se trata de una estructura cerrada, que concentra el poder de decisión sobre qué es arte y qué no, sobre quién merece ser visto y quién no tiene permiso de existir, simbólicamente. El perfil de quienes administran muchas de estas instituciones no contribuye a revertir esta lógica. Con frecuencia, no se trata de personas con formación en arte –como ya se ha reflexionado en notas anteriores– sino de profesionales provenientes del mundo empresarial, financiero o político.
Un grupo muy reducido de artistas, curadores y galerías ha logrado blindar los mecanismos de visibilidad, legitimación y comercialización hasta convertirse en un núcleo impenetrable. Ellos definen e imponen el qué, el cómo y el quiénes. Lo interesante —y problemático— es que el mundo del arte contemporáneo, aunque opera con una lógica de mercado, no suele estar regulado como otras industrias. Esto permite que prácticas que, en otros sectores, serían consideradas monopólicas —como la colusión entre galerías y museos para favorecer ciertos nombres o bloquear sistemáticamente a otros— ocurran con total normalidad, amparadas bajo el ambiguo paraguas de la libertad curatorial.
Las consecuencias de este modelo son graves. Por un lado, se observa el fenómeno lamentable, pero entendible, de la cantidad de artistas –especialmente los jóvenes– que aspiran a pertenecer a ese exclusivo círculo y moldean su obra y su persona para que se parezcan lo más posible a lo que “debe ser”. Por otro, muchos artistas con trayectorias consistentes, desarrolladas al margen de esa lógica, han sido progresivamente borrados del panorama contemporáneo, víctimas de una especie de limpieza simbólica que elimina todo aquello que no encaja en la narrativa dominante.
Al mismo tiempo, el público también se ve afectado. Al presentarse una visión sesgada y homogénea del arte contemporáneo, acotada a ciertas estéticas y discursos legitimados por intereses comerciales, se adoctrina a los espectadores, que se vuelven incapaces de imaginar otras posibilidades. La función educativa del museo se diluye y se convierte en una tarea de complicidad: legitimar lo que el mercado ya ha decidido vender.
El mercado secundario exhibe, sin piedad, la desconexión entre el valor simbólico inflado y la verdadera demanda –es por eso que incomoda tanto–. No es casual que la obra de muchos de los artistas más privilegiados rara vez sea ofrecida en subasta y, que cuando sucede, suela ser en precios muy devaluados y aun así, a menudo no encuentre comprador. Muchas de las piezas que fueron promovidas con insistencia institucional se revelan, fuera de ese ecosistema protegido, como muy difíciles de vender en el mercado abierto.
Así como el peso mexicano no pudo sostenerse artificialmente sin desastrosas consecuencias económicas, el valor simbólico del arte tampoco puede mantenerse por decreto ni por la complicidad de un grupo de poder que dicta el gusto para atender a sus propios intereses. El arte, como la moneda, necesita riesgo, fluctuación, circulación, fricción, diversidad. El arte no puede ser un producto cautivo y domesticado, cuyo valor se manipule según convenga.