ORIGEN DE LAS CORRIDAS DE TOROS

Corridas de toros
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No solo de pan vive el hombre.

Las corridas de toros, como las conocemos hoy, son el resultado de siglos de evolución cultural, social y simbólica en la Península Ibérica. Sus raíces se hunden en prácticas ancestrales que combinaban ritos de fertilidad, celebraciones guerreras y espectáculos públicos donde el toro era el protagonista indiscutible. Antes de que existiera la imagen del torero vestido de luces el enfrentamiento con el toro formaba parte de ceremonias religiosas y pruebas de valor.

El toro ha sido desde la antigüedad un símbolo de fuerza y fertilidad. En las culturas mediterráneas, como la minoica en Creta, ya se practicaba el taurokathapsia, un juego ritual en el que jóvenes acróbatas saltaban sobre el lomo del toro en honor a los dioses. Estas imágenes, plasmadas en frescos del Palacio de Cnossos, revelan la profunda fascinación por el animal.

En la Península Ibérica, donde el toro de lidia se había adaptado de manera particular al medio, la figura del astado adquirió pronto un carácter casi sagrado. Los celtas hispanos, y más tarde los íberos, lo incorporaron a sus rituales funerarios y guerreros.

Con la llegada de los romanos la práctica tomó un matiz distinto. Los circos romanos acogían espectáculos con fieras y no faltaban combates entre hombres y toros. Aunque no se trataba de una corrida en el sentido moderno, sí instauraron la costumbre de exhibir la lucha entre el hombre y la bestia como forma de entretenimiento colectivo.

Durante la Edad Media la relación con el toro se vinculó estrechamente a la nobleza. Los señores feudales organizaban corridas caballerescas en las que los jinetes, armados con lanzas, mostraban su destreza al derribar al toro. Se trataba de ejercicios militares, pues permitían a los caballeros practicar maniobras de combate. Estas justas taurinas se realizaban en explanadas abiertas o en plazas improvisadas de los pueblos, coincidiendo con fiestas religiosas o patronales.

Reflejo

En el siglo XII ya hay crónicas que mencionan estos festejos. La aristocracia los consideraba un pasatiempo honorable y poco a poco se convirtieron en parte esencial de la vida cortesana. Los reyes de Castilla, Aragón y Navarra organizaban corridas para celebrar bodas reales, victorias en batallas o visitas de embajadores. El toro, en este contexto, era símbolo de poder y prestigio.

Con el Renacimiento las corridas empezaron a transformarse. La nobleza seguía practicando la lidia a caballo, pero el pueblo llano comenzó a participar activamente, sobre todo en los momentos en que los toros escapaban o quedaban sin ser rematados. Así surgió la figura del peón de a pie, que ayudaba a los caballeros a lidiar, desviando al toro con capas o lanzas cortas. Lo que inicialmente fue un apoyo secundario se transformó en un espectáculo propio.

La popularidad fue tal, que las plazas mayores de las ciudades españolas, como las de Valladolid, Sevilla o Madrid, se cerraban con tablados para organizar festejos taurinos. Ahí el pueblo ocupaba los balcones y techos para presenciar las suertes. A diferencia de la élite, que veía en la corrida un ejercicio caballeresco, el pueblo encontraba en el enfrentamiento del hombre a pie con el toro un reflejo de su propia lucha por la supervivencia.

En el siglo XVII se produjo una división clara. La nobleza comenzó a abandonar la lidia, considerándola un espectáculo demasiado arriesgado y vulgar, mientras que el pueblo la hizo suya. Fue entonces cuando surgieron los primeros toreros profesionales, hombres de origen humilde que se entrenaban en los campos y se ganaban la vida enfrentándose al toro.

De este periodo datan nombres legendarios como Francisco Romero, en el siglo XVIII, a quien se le atribuye la invención de la muleta y del toreo tal como lo entendemos hoy. Él cambió la lógica de la lidia: ya no se trataba de esquivar al toro, sino de dominarlo con arte, temple y valor.

El reinado de los Borbones trajo cambios decisivos. En 1726, en Ronda, la familia Romero consolidó las bases del toreo moderno. El protagonismo pasó definitivamente al torero de a pie, vestido con trajes llamativos y armado con capote y muleta. La lidia adquirió una estructura definida: suertes iniciales de capa, tercio de varas, banderillas y estocada final.

Con el tiempo la corrida se expandió a América, especialmente México, Perú y Colombia, llevada por los colonizadores españoles. Ahí encontró nuevas formas de expresión, adaptándose a contextos locales, pero siempre manteniendo el eje central: el enfrentamiento ritualizado entre el hombre y el toro.

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