Difícilmente podemos encontrar en la historia de la ópera una obra que mezcle ficción con la vida real; que logre fundir la trama en escena con lo que tras bambalinas ocurre entre quienes dejan de ser actores, se remueven el maquillaje, se despojan de la vestimenta y regresan a su cotidianeidad.
Me refiero a la ópera Pagliacci (“Payasos”, en español), de Ruggero Leoncavallo, compositor italiano (1857–1919). Fue un destacado representante del “verismo” (corriente posromántica en defensa del naturalismo). Otro dato relevante, en la obra que nos ocupa, es que el propio Leoncavallo escribió tanto la música como el libreto. Esto para nada es común. Richard Wagner ha sido, quizás, el personaje que con mayor frecuencia asumió la responsabilidad de la composición musical y a la vez la de libretista y dirección escénica.
Pagliacci se estrenó el 21 de mayo de 1892 en el Teatro Dal Verme, en Milán, bajo la dirección de Arturo Toscanini.
Realidad versus actuación
Payasos es una ópera en dos actos con su prólogo. Se trata de una historia tremenda, una tragedia. Estamos frente al caso de un payaso celoso y la infidelidad de su esposa en una pequeña compañía teatral.
Desde el prólogo, Tonio recuerda al respetable que los actores también son seres humanos y por ende tienen sentimientos. Invita a que el público se prepare para ver una obra teatral, sí, pero de un profundo y auténtico episodio de la vida real.
Un reducido grupo de payasos llega a un pueblo en las fiestas de la virgen de Agosto para montar una obra. Canio, su esposa Nedda, el jorobado Tonio y Beppe. Cuando Canio y Beppe van a tomar un trago, Tonio se queda atrás. Un intrigoso joven le dice al celoso Canio que si Tonio no los ha acompañado es porque se quedó a coquetear con Nedda. Cuando este le confiesa su amor a ella, le responde con una risa, lo que provoca la ira de Tonio, quien pretende someter a Nedda. Ella termina por echarlo.
Silvio, el amante de la esposa de Canio, llega luego de dejar bebiendo a Canio y Beppe. Le propone una graciosa huida al terminar la función de esa noche. Ella acepta. Pero no contaban con que Tonio había escuchado todo el idilio y, presto, fue a platicarle todo a Canio. Intentan llegar para agarrarlos in fraganti, pero Silvio logra escapar. Nedda le grita: “¡Siempre seré tuya!”
Lejos de confesar el nombre de su amante, Nedda guarda silencio y es amenazada por Canio, quien porta un cuchillo. Es ahí donde Beppe lo desarma y les recuerda que la función está por comenzar. En ese momento tienes que cambiar de máscara: la realidad versus la actuación.
Por un segundo, imaginen a Canio maquillándose, vistiéndose y preparándose para reír, entre lágrimas internas (Vesti la giubba). Aquí Canio se convierte en Pagliaccio y Nedda se transforma en Colombina; Tonio es Taddeo y Beppe muta hacia Arlequín.
Ya en el desarrollo de la obra Arlequín y Colombina cenan juntos y él le entrega una sustancia a fin de que se la administre a su marido. Así, sedado, podrán huir sin problema. Pero Taddeo advierte a los amantes que él se encuentra próximo.
Arlequín escapa por la ventana mientras Colombina grita: “¡Siempre seré tuya!” ¡La misma frase maldita, en la vida real y en escena! Eso vuelve loco a Pagliaccio, quien sale de control, pero manteniendo el rol protagónico que le corresponde en la obra, hasta que truena vociferando: “No, no soy Pagliaccio”. El público, encantado con tan auténtica “interpretación”, aplaude a rabiar. Es cuando viene la parte final de la obra: Canio toma un cuchillo y apuñala a Nedda y a Silvio (volvieron a la vida real). Y termina el drama con una frase lapidaria: La commedia è finita.
Recomiendo las versiones de Plácido y Pavarotti.
¡Viva la música!