Entre los grandes directores de orquesta de la segunda mitad del siglo pasado hasta la fecha tenemos a Riccardo Muti, un auténtico gigante de la música, con una personalidad magnética y un estilo sobrio e imponente.
Nacido en Nápoles el 28 de julio de 1941, ha desarrollado una asombrosa carrera que le ha permitido dirigir las principales orquestas sinfónicas del mundo en las más importantes salas de concierto. En la actualidad funge como director musical emérito vitalicio de la Orquesta Sinfónica de Chicago. Previo a su merecida designación, fue director artístico de esa misma orquesta de 2010 al 2023.
Además de ser un músico consagrado, me atrevo a decir que es un verdadero filósofo. Su manera de escuchar, entender, comprender y transmitir la música lo distingue. Sus comentarios sobre la partitura que ha de interpretar son auténticas cátedras que llaman a un irresistible deseo por escuchar la obra con toda atención. Su conexión con la orquesta los funde en un todo inseparable e indisoluble.
La vocación de Muti lo ha llevado a dirigir a los clásicos, pero también a estrenar obras de compositores contemporáneos (17 estrenos mundiales). Su discografía es amplísima incluidos desde el ciclo completo de las sinfonías de Beethoven, pasando por el concierto para violín y orquesta del mismo compositor; la sinfonía fantástica y el Romeo y Julieta de Berlioz; las sinfonías completas de Tchaikovsky y La Mer de Debussy; las óperas Così fan tutte, Don Giovanni, Las bodas de Fígaro y el Réquiem de Mozart. Hay mucho más. Sin entrar a detalle, grabó por igual música sinfónica que óperas de Bellini, Brahms, Bruckner, Donizetti, Dvorak, Gluck, Haydn, Handel, Mahler, Liszt, Mendelssohn, Mascagni, Prokofiev, Mussorgsky, Puccini, Ravel, Rossini, Schubert, Schumann y Verdi.
Fuerza y magia
Es aquí donde me quiero detener para compartir con ustedes una de las experiencias más maravillosas de mi vida. El pasado 20 de mayo tuve la dicha de presenciar y escuchar a la Orquesta Sinfónica de Chicago (en esa ciudad), interpretando el Réquiem de Giuseppe Verdi, bajo la dirección del Maestro Muti. El motivo de mi viaje fue este y solo este. Con partitura en mano y una emoción inconmensurable comenzó con el Réquiem y Kyrie, momento de una profundidad indescriptible en el que, debo reconocer, no pude contener el llanto. Después vendría mi parte favorita y, acaso, una de las páginas más fuertes y conocidas del repertorio musical: el Dies Irae (el “Día de la ira”), y vaya que Verdi encontró la manera de transmitirlo.
La fusión entre orquesta, coro, los cuatro solistas (Elena Guseva, soprano; Marianne Crebassa, mezzo-soprano; John Osborn, tenor, y Maharram Huseynov, bajo) y, desde luego, la batuta de Muti convirtieron la repleta sala de conciertos en un lugar irresistible de fuerza y magia.
A sus 83 años, el Maestro (con mayúscula) nos conmovió y nos obligó a recordar que en el arte —como en tantas cosas de la vida— no debemos perder la capacidad de asombro. Compuesto en 1874 y estrenado el 22 de mayo de ese mismo año en la Basílica de San Marcos, en Milán, el Réquiem de Verdi ha trascendido como una obra en la que, según su esposa Giusepppina, el autor era un creyente con muchas dudas. De hecho, describe la obra haciendo un símil con el Réquiem alemán de Brahms, como una profunda obra religiosa escrita por un gran escéptico.
Al final del concierto tuve la fortuna, gracias a mi amigo y colega Sebastián Patiño, de saludar y conversar brevemente en los camerinos de la sala con este titán llamado Riccardo Muti, un hombre amable, simpático y absolutamente admirable. Gracias a la vida ¡y que viva la música!