Tailandia y Camboya se encuentran en un frágil alto el fuego que llega luego de varios días de una violencia que el Sudeste Asiático no experimentó en más de una década. El saldo es brutal: más de 30 muertos, cientos de heridos y una lamentable crisis humanitaria con cerca de 200 mil civiles desplazados. Y lo aparentemente curioso: todo por un templo en ruinas de mil años de antigüedad.
¿Cómo es posible que en pleno 2025 una disputa por la soberanía de unas ruinas sagradas siga teniendo el poder de incendiar la política, movilizar ejércitos y poner en jaque la estabilidad de una de las regiones económicas más dinámicas del mundo? La respuesta, como suele ocurrir en disputas de soberanía, está enterrada bajo las capas del tiempo y la tinta de los mapas coloniales.
El origen se remonta a 1907, cuando cartógrafos franceses trazaron una línea fronteriza que dejaba el Templo de Preah Vihear del lado camboyano, una decisión que Tailandia (entonces Siam) nunca aceptó del todo. Ni siquiera la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya ha logrado cerrar la herida. En 1962 otorgó la soberanía del templo a Camboya. Y en 2013, en un intento por sofocar las tensiones, aclaró el fallo, pero dejó una peligrosa ambigüedad sobre los 4.6 kilómetros cuadrados de terreno adyacente. Es precisamente en esa zona gris donde hoy se cuentan los muertos.
Juegos de poder
Pero culpar a los mapas sería ingenuo. El verdadero combustible que alimenta este conflicto no es la historia, sino el nacionalismo, dura y cínicamente utilizado como herramienta de política interna.
En Tailandia grupos ultranacionalistas herederos de los Camisas Amarillas convierten la retórica anticamboyana en un arma para desestabilizar a sus propios gobiernos. La crisis actual ya cobró una víctima política de alto nivel: la primera ministra Paetongtarn Shinawatra fue suspendida, acusada por sus rivales de una gestión débil frente a la agresión. El templo se convierte así en meramente un pretexto para ajustar cuentas en Bangkok.
En Camboya la estrategia no es menos calculada. El gobierno de Hun Manet, siguiendo el manual de su padre y predecesor Hun Sen, utiliza la defensa de Preah Vihear para avivar el orgullo patrio y consolidar su poder. Al presentarse como el valiente defensor de la soberanía frente a un vecino militarmente superior, logra una cohesión interna que disipa cualquier crítica.
Y aquí reside la mayor de las perversiones. Mientras los líderes agitan las banderas del odio, las cifras cuentan otra historia: en los últimos años el comercio bilateral entre ambos países supera los nueve mil millones de dólares anuales. La economía exige cooperación, pero la política se alimenta de la confrontación.
Este conflicto, sin embargo, ya no es solo un asunto bilateral. Revela también la preocupante impotencia de las arquitecturas de seguridad regional. La ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), maniatada por su sacrosanto principio de “no interferencia”, se limita a emitir comunicados tibios, incapaz de mediar eficazmente en una guerra entre dos de sus miembros. Para muchos se peca de omisión o quizá de desinterés.
Ese vacío está siendo llenado por potencias externas. China, el principal padrino económico y político de Camboya, observa en silencio, sabiendo que su aliado gana influencia. Y Estados Unidos, aliado histórico de Tailandia, se ve forzado a intervenir. La reciente declaración del presidente Donald Trump condicionando futuros acuerdos comerciales a un cese inmediato de las hostilidades demuestra que Washington ve con alarma cómo una disputa local puede alterar el equilibrio de poder en una región clave de su competencia con Pekín.
La paz en la frontera no se firmará con tinta sobre un mapa; los fallos de La Haya han demostrado ser insuficientes. La paz solo será posible cuando los líderes de Bangkok y Nom Pen dejen de profanar la memoria de sus ancestros, usando un templo sagrado como peón en sus juegos de poder. Mientras esta herida siga abierta, no solo amenaza con más violencia, sino que expone el fracaso de la ASEAN y convierte al Sudeste Asiático en un campo de pruebas para las tensiones globales. El futuro de la región se está jugando, peligrosamente, en las laderas de un antiguo templo.