LOS TIEMPOS DE BABEL

Juan Pablo Delgado
Columnas
TIEMPOS DE BABEL

Hace tiempo platicaba con mi jefe, amigo ¡y sociólogo! Gabriel Díaz Rivera sobre la escurridiza naturaleza de la Verdad (así, con mayúscula). Digo escurridiza porque todos recordamos tiempos cuando —aunque no reinaba la cordura— existían ciertos parámetros comunes para la discusión, la reflexión y la argumentación. Hoy, por el contrario, vivimos inmersos en teorías de conspiración, fake news, “otros datos” y toda clase de desinformación.

¿Cómo llegamos a este punto? ¿Y podemos hablar realmente de “la Verdad” en la sociedad actual?

Para el sicólogo social Jonathan Haidt vivimos un momento similar a lo ocurrido tras el derrumbe de la proverbial Torre de Babel: “Desorientados, incapaces de hablar el mismo lenguaje o reconocer la misma verdad”. Y en The Atlantic señala a un culpable de esto por encima de todos los demás: las redes sociales.

Haidt apunta que los científicos sociales han determinado que se requieren tres factores para sostener a cualquier democracia funcional: 1) Capital social; o extensas redes en la sociedad que generen confianza; 2) instituciones fuertes; y, 3) historias compartidas. “Las redes sociales —sentencia Haidt— han debilitado a estos tres pilares”.

El annus horribilis en esta historia es 2009, cuando Facebook introdujo la opción de “like” y Twitter de “retweet” (en 2012 Facebook se copiará con su botón de “share”). A partir de entonces las redes sociales dejaron de ser los espacios cerrados donde mantenías relaciones con un número limitado de amigos. Ahora podías compartir información con millones de personas y cualquiera de tus posteos podía viralizarse y hacerte famoso (o infame) por unos instantes.

Esto, dice Haidt, llevó a que millones de personas comenzaran a realizar performances, buscando siempre el mayor impacto y haciendo de sus “puestas en escena” una marca personal. Rápidamente las redes sociales se convirtieron en lugares más histriónicos y menos honestos.

Espejo

Si esto era un problema, todo empeoró en 2013. Con ligeros cambios en los algoritmos, Facebook y Twitter comenzaron a “recomendar” el contenido que más interacciones generaba entre los usuarios; y obviamente este contenido fue aquel que causaba emociones polarizantes, como el enojo, el desprecio o la ira.

Por más de diez años hemos vivido en este mundo: uno donde millones de usuarios buscan llamar la atención con contenidos impactantes, sesgados y mentirosos. Lo importante no es comunicar la verdad, sino generar interacciones.

Sumen a esto la agresividad que conlleva el anonimato digital; las hordas de “policías de la moralidad” que censuran cualquier opinión impopular; la creación de cajas de resonancias, silos de información y tribus ideológicas; y el torrente constante de desinformación. El resultado de todo esto es predecible: la fragmentación total de la realidad.

Al final, dice Haidt, “cuando las personas pierden confianza en las instituciones, pierden confianza en las historias que cuentan estas instituciones”. Si antes la sociedad se podía mirar y verse reflejada (a grandes rasgos) en un mismo espejo común, ahora el espejo está roto y cada quién elige en qué esquirla reflejarse.

¿Podemos volver a un mundo anterior a 2013 o 2009? Por ahora no. Recuperar la fuerza de nuestro “sistema operativo epistemológico” social (Jonathan Rauch dixit) requiere transformar de raíz a las redes sociales; transformar a las instituciones políticas para que nuevamente generen confianza; regenerar la confianza en los expertos, en el pensamiento racional y en la evidencia; hacer de los medios de comunicación serios y profesionales un espejo común donde la sociedad pueda informarse.

Todo esto tomará mucho tiempo. Pero no avanzar en cualquiera de los factores anteriores solo nos alejará más de cualquier tipo de “Verdad” compartida: donde todos hablemos un mismo idioma con base —mínimamente— en la racionalidad.

Hoy nos queda aceptar que vivimos en los tiempos de Babel y construir nuevamente una torre común será, por decir lo menos, una tarea de proporciones bíblicas.