La reacción negativa en México por el viaje de Andrés Manuel López Beltrán a Tokio es interesante. Como primer efecto revivió el antagonismo hacia las vacaciones cuando quien descansa pertenece al entorno del poder. La crítica llegó de todos lados, no solo de la oposición. Incluso simpatizantes de Morena expresaron su rechazo al viaje de Andy.
Con la desigualdad que persiste en el país, donde el salario promedio apenas permite sobrevivir, la indignación era previsible. Pesa, sobre todo, que el protagonista es una figura relevante de un movimiento que prometió distinguirse de los de antes con el “no somos iguales”. Si antes los privilegiados eran juniors, ¿ahora qué son? Ayer se repudiaban los lujos de la clase política. Hoy, para algunos, el tema se vuelve delicado cuando toca al partido en el poder.
La reacción social se inserta en un fenómeno global donde los viajes de descanso de la clase política causan el enojo de la población. La gente casi siempre se entera. El conflicto estalla cuando la travesía exhibe gastos excesivos, lujos al alcance de pocos o coincide con momentos de crisis.
En 2021 el senador texano Ted Cruz viajó a Cancún y se hospedó en el Ritz-Carlton, mientras su estado sufría una tormenta invernal histórica. Las críticas no tardaron. Sin embargo, para sorpresa de pocos, tal negligencia no afectó a Cruz ni mucho menos le dejó una enseñanza, pues durante las inundaciones de julio de este año que cobraron la vida de más de 100 personas el todavía senador fue visto de vacaciones en Grecia. Desafortunadamente, estos casos son comunes.
En contextos donde la desigualdad es visible la tolerancia social a los privilegios cae. El lujo comunica distancia frente a otros sectores de la población. Cuando la élite asegura servir y exhibe casos como el reciente, el público traduce la señal como irresponsabilidad, impunidad y, sobre todo, falta de promesa. Esta última suele pesar.
Gestos
Pesa en México, además, una ambigüedad. Andy no ocupa un cargo público, pero carga con el apellido del héroe de Morena. Con ello se vuelve cercano al poder. Esa zona gris no lo exime del escrutinio; al contrario, lo acentúa. La sociedad lee esos gestos como marcas de estatus y de acceso, y como distancia respecto de la vida cotidiana de la mayoría.
El episodio reactiva una historia larga de vigilancia social al privilegio y choca con un a promesa que empieza a resquebrajarse. El descanso es una línea frágil entre un derecho válido (al final, todos somos humanos) y una jerarquía de privilegios. “No somos iguales” implicaba consistencia en reglas, ejemplos y señales que lo confirmaran. El viaje apuntó en sentido contrario.
El caso no decide por sí mismo el rumbo del país —la verdad es que no pasará mucho, pero sí desnuda una tensión. Pide la exigencia de congruencia entre discurso y vida privada. La confianza pública no es de a gratis. La salida no pasa por prohibir vacaciones sino por entender que en tiempos de desigualdad el privilegio no pasa desapercibido.