Honduras giró el caleidoscopio y el dibujo cambió. No hay “fin de la historia”, pero sí un punto de inflexión: la presidencia dejó de ser una disputa entre el oficialismo de Libre y la oposición “de siempre”, para transformarse en una competencia cerradísima entre Nasry Asfura (Partido Nacional) y Salvador Nasralla (Partido Liberal), con Libre relegado a un distante tercer lugar.
Ese dato por sí solo habla de un voto de corrección: cuando el electorado siente que una narrativa hegemónica se volvió dogma, busca un contrapeso. El mensaje no es “llega la salvación”; es “nadie es dueño del país”. Para México es una noticia alentadora: la región aún castiga el sectarismo y premia la alternancia cuando las promesas se separan de los resultados.
A esta hora —con esta columna cerrando para su publicación— el desenlace formal sigue en conteo. El Consejo Nacional Electoral declaró un “empate técnico”: la ventaja entre Asfura y Nasralla llegó a 515 votos con casi 60% de actas computadas; el portal de resultados falló durante horas y el escrutinio pasó a revisión con observación de medios y partidos. La OEA reportó una jornada mayoritariamente pacífica, pero subrayó la necesidad de máxima transparencia en el cierre. Independientemente de quién gane por un puñado de votos, la señal de fondo se mantiene: los ciudadanos reordenaron la oferta política y colocaron al oficialismo fuera del podio. Para una democracia fatigada, eso importa.
El contexto explica el viraje. Honduras llega a esta elección con inseguridad persistente, economías familiares presionadas y una conversación pública colonizada por trincheras. Cuando eso ocurre, la tentación del poder es endurecer el discurso y convertir cada crítica en “campaña”. Pero los votantes tienden a desacoplar identidad y desempeño: si el gobierno luce más preocupado por ganar debates que por resolver problemas se activa el reflejo de balancear. Eso vimos: dos opositores disputando voto a voto el primer lugar y un castigo explícito a la fuerza gobernante. No es “giro ideológico” puro; es corrección democrática. Lo alentador es que se dio en votos, no en la calle; en casillas, no en atajos.
Fronteras al poder
La elección también dejó otra lección, menos cómoda: la intervención externa puede agravar tensiones. En países con instituciones polarizadas, la importación abrupta de conflictos y avales ajenos no ayuda: sube la temperatura y baja la confianza en los árbitros. Si algo necesita la región es exactamente lo contrario: aceptación de reglas claras y silencio responsable de quienes tienen poder para incendiar el ánimo desde fuera.
¿En qué sentido “se acabó la tiranía”? En el único que importa en democracia: los electores delimitaron fronteras al poder. Si se confirma la alternancia, no habrá “redención” instantánea; habrá más contrapesos. Y si el resultado final favorece a cualquiera de los dos punteros por margen mínimo la legitimidad dependerá menos de la euforia de la noche y más de la conducta del día después: aceptar verificaciones, recomponer puentes en el Congreso y gobernar para el que no votó por uno. En América Latina la verdadera prueba de calidad democrática no está en la arenga del “cambio”, sino en la capacidad de bajar la voz, contar bien y cumplir.
Para México este espejo hondureño ofrece tres ideas útiles. Primera, la ciudadanía rechaza la política de absolutos: ni “salvadores” ni “apocalipsis”; resultados y límites. Segunda, la credibilidad se juega en mecanismos: conteos claros, comunicación sobria, árbitros que abren la cocina cuando hay dudas. Tercera, el revés al oficialismo no es licencia para la revancha, así como la derrota por un suspiro no autoriza a dinamitar las instituciones: el verdadero viraje es pasar del relato a la gestión.
Puede que muy pronto despertemos con un presidente electo por décimas. Habrá quien grite “histórico”, habrá quien diga “fraude”. La democracia madura no se mide por el volumen del festejo ni por el tamaño de la sospecha, sino por la capacidad de procesar márgenes estrechos sin romper nada. Honduras, con todas sus fragilidades, está intentando hacerlo. Y eso, visto desde aquí, ya es una buena noticia: si con pocas piezas —una ciudadanía atenta, árbitros vigilados y políticos contenidos— se puede cambiar tanto un país, no hay motivo para resignarse a que lo nuestro sea siempre más de lo mismo.

