EL FÉNIX Y EL DRAGÓN

“Una especie de compendio de la filosofía de los grandes maestros del arte marcial”.

Sergio Pérezgrovas
Columnas
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Muchos conocen el camino pero pocos lo siguen.

Buda

Llegó a mis manos un libro, pequeño de tamaño pero no de contenido, escrito por el maestro (sabonim en coreano) Yuri César LópezGallo y que lleva por título El fénix y el dragón.

Cuenta la leyenda que estos dos seres míticos se encontraron y surgió un amor verdadero. Primero el dragón se acercó en su carácter de instructor y luego formaron pareja.

Es por ello que el ave fénix se convirtió en el símbolo de las emperatrices chinas, mientras que el dragón representaba al emperador, nos cuenta el primer capítulo. Es una especie de compendio de la filosofía que aplicaban —y lo siguen haciendo— los grandes maestros del arte marcial.

Hay algunas anécdotas que van desde Lao-Tse hasta Confucio y Bodhidharma. Este último nació en India como príncipe y fue educado como tal. Sin embargo decidió que su camino era seguir a Buda, así que un buen día renunció a su trono para convertirse en monje budista.

También aparece la historia de Yonamine Chiru, quien fue la primera mujer en vencer en el arte marcial a todos sus oponentes ya que aprendió el arte tode desde muy pequeña.

Son 14 anécdotas muy ricas que sirven para entender las enseñanzas de los maestros de artes marciales nobles y que marcan el camino filosófico del budismo, el confucionismo y el taoísmo.

Cabe resaltar la última de sus historias, la del gran maestro Isaías Dueñas Riestra, que nos muestra a un ser humano preocupado por el deber ser y con una humildad que ya quisieran algunos de nuestros gobernantes y políticos.

Vale la pena tenerlo como un libro de cabecera y disfrutarlo como el coñac: de a poquito, sin prisa. Lo pueden conseguir con el maestro en su página de Facebook (https://www.facebook.com/sbnyuri).

El gran maestro

Tristán buscó en Cuernavaca a su maestro, el kuanjanim Isaías Dueñas, en el dojang donde normalmente entrenaba y daba clase. Lo encontró sentado mirando hacia la montaña. No lo interrumpió; se sentó junto a él para ver pasar las nubes. Al cabo de unos minutos el maestro abrió los ojos y, sin voltearlo a ver, saludó a su discípulo.

—¿Cómo has estado?

—Bien, kuanjanim. ¿Pero cómo sabes que soy yo?

—Reconocería tus pasos en cualquier parte del mundo: tienes un sonido sorprendentemente particular; lo conozco desde que tu padre te trajo siendo un niño. Y… ¿qué quieres preguntarme?

—¿Cómo sé que no estoy equivocado en lo que hago?

—La respuesta está en tu corazón, no en el mío.