EL INGE

“Él acuñó sin querer la palabra Adacte”.

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Columnas
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Honor a quien honor merece.

Su mujer lo llamaba El Inge porque estudió Ingeniería Química en la UNAM. Era un tipo raro. No hablaba con cualquiera, pero no era grosero.
Yo creo que en el fondo tenía algún tipo de autismo. Siempre estaba con un libro bajo el brazo o en el buró de su cama.
Lo que más me llamaba la atención era esa conexión extraña que poseía con todo tipo de herramientas, tuercas, tornillos y fierros. La simbiosis que tenía era realmente digna de estudio.
Él acuñó, sin querer, la palabra “Adacte”, que no era otra cosa que aprovechar lo que tuviera a la mano para construir algo nuevo.
Yo lo vi hacer un portarretratos con tornillos, tuercas y unos plomos mal cortados. O usar de contrapeso una vieja máquina de coser Singer de su difunta esposa para nivelar un añadido de la mesa del comedor para que toda su familia cupiera al mismo tiempo. La estructura, que él mismo había hecho, era de madera, alambre, tornillos y un sobrante de melanina que no se veía porque lo tapaba el mantel que él previamente añadió de un fieltro verde que vaya usted a saber de dónde sacó.

Lo mismo arreglaba las descomposturas de sus coches que una máquina de escribir y hasta los carritos de pista de Navidad.
Sus “Adactes” llegaron a ser motivo de risas y asombro entre sus más allegados. Su obra maestra fue una lámpara que hizo con un palo de escoba, un ladrillo de madera, una lámpara de techo vertical y un cable, pintados solo de un lado. Cuando le pregunté por qué no la había pintado toda me contestó:
—El lado de atrás nadie lo ve.
Lo peor de todo es que la dichosa instalación servía. La pieza podría haber estado en el TaTe de Londres o en el Moma de Nueva York como muestra de un arte objeto. Es realmente fea. Yo todavía la conservo como uno de los grandes tesoros. No me la regaló: me la robé de su casa cuando murió hace cinco años. Hoy tendría 100 y estoy celebrando su vida y su partida. Se fue tranquilo y en paz, hablando en francés, por lo que nadie en su casa entendió sus últimas palabras.
Fue un ejemplo, un verdadero y comprometido papá. Se llamaba Jorge Manuel Pérez Grovas Lara. Y es el mío.
El papá
Cuando estaba a punto de morir el papá de Tris, que ya le había dejado un encargo, volteó a verlo con ojos de “Mijo, ya me voy”.

Llevaba varios meses postrado en la cama ortopédica que su hijo le consiguió y con la asistencia de una enfermera que lo cuidaba en el día. Tris se encargaba de él en la noche; tenía que seguir trabajando en un caso muy complicado de múltiples asesinatos. Su papá, antes de mirarlo, le dio la respuesta:
—En el camino a Santa Teresa, en la segunda casa del número 20 bis. Ahí está el asesino que tanto has buscado.
Después de decir esto murió.
Tris sepultó a su padre y ese mismo día encontró al asesino en la dirección que le había proporcionado.

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