Se anunció como la propuesta más atractiva del futbol de las últimas décadas. Una Superliga que englobaría a los clubes más poderosos, históricos y con los mejores jugadores del momento. El grupo de élite europeo enfrentándose entre sí, al margen de las regulaciones de la UEFA y la FIFA: en el papel, un platillo deseado por todos los aficionados al balompié.
Para los doce clubes implicados se trataba de un negocio redondo. Al ser dueños de su propio torneo se garantizaba su participación vitalicia, con partidos de altos ratings y con jugosas ganancias para sus pasivos, cada vez más altos por formar plantillas con lo mejor de los futbolistas del momento.
Los cálculos estimados prometían ingresos de 232 millones de euros por certamen disputado, por encima de los que facturan 44 de las 55 ligas europeas, juntando a todos los equipos, y muy por arriba de los bonos que la UEFA otorga a los participantes en la Liga de Campeones.
Clubes como el Barcelona están urgidos de entradas igual de poderosas que sus inversiones. Los culés gastaron en los últimos cinco años más de mil millones de euros en fichajes. Son cifras muy similares a las del Manchester City (948 millones) y el Juventus (943), según datos de Transfermark.
En contraste, sería un torneo elitista, abierto a los demás equipos por la vía de la invitación y contrario al esquema que actualmente se tiene en la Champions League, donde cualquier club europeo que quede campeón o en los primeros lugares de su torneo local puede tener el honor de enfrentarse a los mejores de la región. El espíritu deportivo se desvanecía para darle lugar a la prioridad económica de una liga lucrativa.
Insostenible
La Superliga duró menos dos días porque la UEFA y la FIFA se mostraron contra el certamen y amenazaron con suspender a jugadores. Ningún elemento que participara en el torneo podría jugar con sus selecciones en la Eurocopa ni en el Mundial.
Representativos como Inglaterra, España y Francia hubieran perdido la elegibilidad de entre once y 13 jugadores que pertenecen a los clubes fundadores del torneo.
Más allá de vender humo la Superliga es una muestra más de que el futbol actual es insostenible económicamente, sobre todo a partir del golpe que genera la pandemia. Las cifras de superfichajes son obscenas, la repartición de las ganancias para las federaciones es desproporcionada y a los formatos les urge una renovación para continuar con el interés de los aficionados.
Este fugaz intento de torneo buscó ser un formato más rentable con base en modelos exitosos como los de la NFL o la NBA. Para el imperio del futbol americano estadunidense el esquema de una liga única arroja finanzas sanas, con selección de jugadores regulados y, por ende, con resultados cíclicos. No hay monopolios deportivos o financieros por parte de las franquicias.
En el caso de la NBA y la MLB son ligas que se encuentran por arriba de sus federaciones internacionales y se pueden dar el lujo de enfocarse en el mercado local. No necesitan de los certámenes internacionales para sus finanzas o su nivel deportivo, porque simplemente son los mejores del planeta.
La Superliga de futbol nació muerta, pero deja un antecedente para un deporte que pide reinventarse.