¿Podría haber sido Mozart un buen detective? A partir de esta pregunta el escritor argentino Ariel Dorfman (1942) construye Allegro (FCE). A lo largo de la novela el joven austriaco se pone el overol de investigador e indaga una posible relación entre las muertes de otros dos artistas notables: Johann Sebastian Bach y Georg Friederich Haendel ya que ambos fueron atendidos por el mismo médico.
Dorfman, a quien la música siempre ha acompañado desde que tiene uso de razón, teje la historia con un ritmo de aspiraciones casi sinfónicas.
—Títulos como La Muerte y la doncella o Allegro reflejan la importancia de la música en su trabajo. ¿Cómo entiende la relación literatura-música?
—Desde que tengo uso de razón —y por ahí antes— quise ser músico. Cuando me di cuenta de que no tenía dedos para el piano ni para el violín me dediqué a musicalizar palabras y contar historias, tratando de que las cadencias en mi prosa y versos se aproximaran a las notas de un quinteto, una sinfonía o una sonata. Siempre, sin embargo, me quedó el bichito de la música como vocación y tuve la suerte de colaborar con una serie de compositores en libretos: la versión en ópera de La Muerte y la doncella, con Jonas Forssell (estrenada en Malmo, Suecia); una cantata, Cantos sagrados, con James MacMillan, basada en mis poemas sobre los desaparecidos; y Naciketa, una epopeya musical con Nigel Osborne, que estrenaremos en el Queen Elizabeth Hall en Londres en junio de 2021. Además está el musical Dancing shadows, que armé con Eric Woolfson, vocalista de Alan Parsons Project.
—¿Cómo fue y en qué quedó esa colaboración con Woolfson?
—Fue una extraordinaria experiencia que duró tres o cuatro años. Nos hicimos muy amigos. Nuestra colaboración terminó siendo un musical ecológico sobre un bosque encantado (y cantante) que disputan dos ejércitos y que defienden un grupo de mujeres, cuyos hombres han desaparecido. Estrenamos finalmente en Seúl; ganamos múltiples premios. Después el proyecto no tuvo suerte. Primero, por la muerte de Eric, quien era un genio; y, segundo, porque yo carecía de contactos para vender el proyecto. Además las obras musicales son sumamente caras para montar.
—Vamos a Allegro. ¿Casualidad o fatalidad que el médico John Taylor fuera un punto de coincidencia entre Bach y Haendel?
—Tomando en cuenta que el charlatán Taylor operó a miles de víctimas durante su larga y curiosa carrera no es extraño que terminara cegando a dos músicos célebres como Bach y Haendel, especialmente si tomamos en cuenta que los compositores en esa época malograban sus ojos al escribir sus obras a lo largo de penosas noches mal iluminadas. Pero que justamente se tratara de estos dos, que nacieron el mismo año, a unos kilómetros de distancia, y que nunca se encontraron cara a cara en vida, convirtió una coincidencia histórica en un delirio novelable, único, fatal y atractivo, como hacer que un joven Mozart se lance en busca de la verdad detrás de esas intervenciones del médico maldito.
—¿El concierto que dio Mozart en Londres en febrero de 1765 fue el resorte idóneo para implicarlo en la historia de la novela?
—Me pareció el único momento histórico real para involucrarlo. Ese concierto existió. Y fue en Londres que Mozart recibió la protección del hijo menor de Bach, Christian, y en Londres donde merodeaba otro hijo, el de Taylor. Además es la ciudad donde murió Haendel. Por otro lado, los nueve años entonces recién cumplidos del pequeño Amadeus me parecían una edad perfecta para convertirlo en narrador. Es todavía muy niño e inocente, pero a la vez suficientemente maduro como para observar con suspicacia el mundo que lo rodea.
Más allá del arquetipo
—¿Cómo fue llevar al género una estructura musical?
—Como muchos escritores de mi generación amalgamo lo popular y lo culto. Me gustan los géneros literarios que los lectores pueden reconocer como suyos, para después subvertirlos. Utilizo la estructura del thriller en La Muerte y la doncella; el tono de la novela de espías en Konfidenz; y la épica en Americanos: los pasos de Murieta. Me acerco al relato de misterio en Apariciones, que en breve publicará el Fondo de Cultura Económica. En el caso de Allegro debo reconocer que el policiaco me permitió algo esencial: mientras Mozart busca resolver el enigma de la muerte de dos grandes de la música, a la vez se adentra en la búsqueda de sí mismo: entender quién es y para qué nació.
—La novela precisamente rompe con la supuesta imagen de un Mozart ingenuo o inocente…
—Así comienza el Mozart que he imaginado a una edad temprana. A lo largo de la novela intenté contrastar esa ingenuidad con las experiencias de muerte y soledad que le tocó vivir. La combinación de ambos elementos le permite percatarse de una enorme revelación. Mozart, tal como lo he concebido, es como el niño travieso y hambriento de amor que todos tenemos dentro.
—¿Qué lo hace pensar que Mozart tenía buenas aptitudes detectivescas?
—Tuve que pensarlo, porque si no imposible siquiera pensar la novela. En todo caso notemos que es inteligente, intuitivo y empecinado. Alguien honorable que da su palabra y la cumple (como tantos detectives de la serie negra); y que ha tenido experiencia descifrando el universo y buscando, bueno, “claves”.
—¿A qué pieza de Mozart le gustaría que sonara su novela y por qué?
—Mi obra favorita de Mozart es Don Giovanni (e incluso esa ópera aparece protagónicamente en una novela mía, La nana y el iceberg), pero Allegro no es para nada operística. Diría en dado caso es una obra de cámara, así que me quedo con el cuarteto al que le dicen Disonante y que es una de las que más me gusta a mí y a mi musa, Angélica. O tal vez, debido a que es una novela con un narrador protagonista al que acompañan y apuntalan muchos otros personajes secundarios pero fundamentales, me quedo con el Concierto para clarinete en La mayor K 622.
—Usted ha reflexionado acerca del uso de la música en procesos políticos e incluso de dominación. ¿Qué incidencia puede tener la música como fenómeno político?
—En La Muerte y la doncella exploro el hecho de que dos seres tan diferentes como un violador y su víctima pueden amar la misma pieza de Schubert. Que puedan encontrarse en ese campo musical dos adversarios acérrimos nos fuerza a preguntarnos sobre el hecho de que compartimos la humanidad con alguien aborrecible y vil. Es el lado demoníaco de la música que subyace, por ejemplo, a las novelas de Thomas Mann (Dr. Faustus viene a cuento aquí). En Allegro quise subrayar lo angelical de la música. Como se enuncia al final de la novela, el paraíso es donde todos cantan, aún los que no tienen voz. ¿Cómo interviene la música en la política, para inducir a millones a marchar a una guerra irracional o para vislumbrar cómo sería un mundo en que todos cantaran en paz? En definitiva, eso depende de nosotros, de nuestra ambivalente e imperfecta humanidad.