LA GUERRA TAMBIÉN TIENE ROSTRO DE MUJER

“Leona Vicario hizo de la inteligencia su mejor arma”.

Leona Vicario
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Leona Vicario y Carmen Serdán: dos mujeres en la historia de México que pelearon como chicas.

Contrario a lo que se piensa las mujeres también son parte de la guerra: en ese escenario lleno de banderas, disparos y personas jugándose la vida —hombres, mejor dicho— ellas han ejercido de soldaderas, enfermeras, espías, estrategas y, al igual que otros, han peleado.

Por tal motivo el 21 de agosto pasado la bandera nacional ondeó a media asta en memoria del aniversario luctuoso de dos mujeres que arriesgaron su vida para bien de la patria: Leona Vicario y Carmen Serdán.

Mientras que la primera participó en la Independencia como informante, aportando financiamiento e inteligencia —envió ropa, medicina y municiones—, la segunda fue una activista de la Revolución que no solo participó en la planeación estratégica del movimiento armado en Puebla, sino que también luchó con las armas.

Aunque separadas por más de un siglo de distancia —Vicario muere en 1842 y Serdán en 1948—, compartieron causas en común, siendo hoy de las primeras mujeres reconocidas en la historia oficial por sus aportes a la nación.

La inteligencia por delante

“Modelo de la constancia”, “ornamento de la humanidad” o “nunca bien alabada joven” fueron los halagos que, con un dejo de nostalgia, su suegro, Andrés Quintana Roo, escribió sobre Leona Vicario luego de que a finales de 1842 un fastuoso cortejo fúnebre —más de 300 personas y 60 coches—, organizado por el entonces presidente Antonio López de Santa Anna, recorriera las calles del centro de la Ciudad de México desde el templo de Santo Domingo para dirigirse al Panteón de Santa Paula: todo en favor de ella, la “Dulcísima Madre de la Patria”.

En esa pequeña nota necrológica su suegro resalta, ante todo, su valentía. Cuenta sobre aquella vez que fue aprehendida e interrogada por autoridades de la Inquisición. El motivo: una de sus cartas, a primera vista inocente —“no contenía más que memorias y saludos a varias personas”—, era uno más de los tantos mensajes cifrados de Leona que servían para comunicarse con los insurgentes.

“Este sujeto por quien me preguntan está en esta ciudad y si les digo quién es van a acabar con él; así que mejor acaben ustedes conmigo”, fue la respuesta que la llevó a estar presa en el Colegio de las Niñas de Belén.

Un silencio que no solo le valió perder su libertad, sino también la incautación de todos sus bienes.

Durante la Independencia, Leona Vicario hizo de la inteligencia su mejor arma: ideó una manera de comunicarse a través de códigos cifrados inspirados en personajes literarios. Firmaba sus cartas como Robinson, Telémaco o Lavoisier.

Gracias a esa estrategia los insurgentes se comunicaban con sus familias, informaban a las fuerzas de José María Morelos sobre cuáles eran los próximos movimientos de las tropas enemigas y sabían qué era lo que se decía en Madrid.

Fue única hija de uno de los matrimonios más ricos de la Nueva España, lo que le permitió acceder a una formación privilegiada. Su padre, Gaspar Martín Vicario, se percató de su inteligencia y apostó por que su enseñanza fuera más allá del aprendizaje tradicional: sí a los bordados, pero también a la lectura de los clásicos; sí a los buenos modales, pero también a los idiomas.

Pese a quedar huérfana a los 18 años, recibió una cuantiosa herencia y una educación liberal que le permitió involucrarse en los círculos intelectuales de la época. Y en medio de las tensiones entre los españoles y los criollos, ingresó a una sociedad secreta llamada Los Guadalupes.

Aprovechando su posición de clase, colaboró como espía y correo para que las ideas de libertad y autonomía circularan en las clases criollas, publicando en diarios como El Semanario Patriótico Americano, El Federalista o El Ilustrador Americano. Todavía más: luego del llamado de Miguel Hidalgo, Leona aportó recursos propios, tanto para las armas como para la edición de periódicos, y apoyó económicamente a las familias de los insurgentes apresados.

A diferencia de otras mujeres que también participaron en la guerra de Independencia, Leona Vicario sí tuvo cierto reconocimiento mientras vivió, “incluso en una época en que se creía que la participación de las mujeres en la historia era más bien nula”, apuntó la analista Karla Motte.

En 1813, por ejemplo, el Congreso de Chilpancingo la reconoció como “Benemérita de la Patria” y más recientemente, el 2020 fue declarado como el Año de Leona Vicario.

¡A pelear!

Pocos son los testimonios que quedan de Carmen Serdán Alatriste; una carta y una firma. “No sabemos cómo pensaba, qué era lo que creía, cuáles eran sus ideas políticas”, afirmó Gabriela Cano, investigadora del Colegió de México.

Pese a los casi nulos documentos que dan fe de su existencia, de ella se saben varias cosas: que salía de su casa en Puebla —su ciudad natal— por las noches a pegar propaganda contra Porfirio Díaz; que repartía dinamita entre los locales; que hacía bombas caseras utilizando los finiales de las camas de latón —bastaba rellenarlos con dinamita y prenderles fuego para hacerlos estallar—; que fue férrea mensajera, mujer decidida y con carácter, algo contrario a lo que dictaban los libros de buena conducta para las mujeres de la época.

Ese espíritu inquieto de Serdán tenía una honda tradición. Su familia pertenecía a las clases acomodadas con altos ideales liberales. Su padre, Manuel Serdán Guanes, fue fundador del primer partido socialista mexicano y autor del proyecto denominado “Ley del Pueblo”, que buscaba recuperar tierras arrebatadas a las comunidades indígenas; mientras que su madre, Carmen Alatriste Cuesta, fue hija del general Miguel Cástulo Alatriste, destacado combatiente de las fuerzas liberales.

Con ese legado no fue una sorpresa que Carmen y sus hermanos —Aquiles, Máximo y Natalia— tuvieran una destacada participación en la causa revolucionaria.

Su hermano Aquiles estableció nexos con clubes antirreeleccionistas y con los hermanos Flores Magón. Y en 1908 se involucró con la causa maderista, lo que lo llevó a fundar el club Luz y Progreso, que editó el semanario La No Reelección, donde Carmen escribía bajo el seudónimo de Marcos Serrato.

Entre sus logros estuvo la difusión de la entrevista que tuvo Porfirio Díaz con Creelman, un periodista estadunidense, parteaguas que detonó la efervescencia política con miras a las elecciones de 1910. “La democracia aquí es imposible, pues la mayoría de los mexicanos son apolíticos y analfabetas”, argumentó Díaz.

También escribió para El hijo del Ahuizote, entre otros periódicos, y formó parte de la Junta Revolucionaria de Puebla.

De Carmen Serdán queda, sobre todo, una historia que refleja su carácter. En 1910, días antes de que la revolución estallara, su casa y sede de la conspiración contra Díaz en la que escondían armas y fusiles fue cateada por elementos de la policía de Puebla.

Junto a su madre, sus hermanos Máximo y Natalia, así como Filomena del Valle —esposa de Aquiles— y otros aliados, resistieron y enfrentaron el asalto, mientras que Aquiles, líder de la causa en Puebla se escondió en el sótano.

Carmen, en un intento por cambiar el rumbo de los acontecimientos, parada en el balcón y con fusil en mano invitó a sus vecinos a levantarse en armas: “Mexicanos, no vivan de rodillas, la libertad vale más que la vida. Viva la no reelección”, pero nadie respondió.

Durante el altercado —más de tres mil cartuchos en cuatro horas— su hermano Máximo fue asesinado y al día siguiente también lo fue Aquiles, dando por iniciada la Revolución mexicana en Puebla.

Tras la guerra Carmen se volvió “una revolucionaria emblemática”. Sin embargo, ese brillo se apagó después de su muerte, en 1948, hasta que en 1968 su figura fue retomada. Se le hicieron homenajes y su casa en Puebla se volvió el Museo Regional de la Revolución Mexicana.

Cano afirma que si bien intentaron reivindicar su historia “la presentan un tanto pasiva y sin gracia, salvo en esas cuatro horas de lucha”. Su “heroísmo no trascendió a nivel federal” hasta ahora, cierra.

Al igual que Carmen Serdán aún hay muchas mujeres en el anonimato, a la espera de que sus historias y participaciones en el —siempre masculino— mundo de la guerra sean contadas.

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