Así era Rubén Bonifaz Nuño

Supo evitar la tentación del reflector mediático para dedicarse a lo que mejor hacía: escribir y divulgar el conocimiento.

Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013)
Foto: Conaculta
Hector González
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El ser humano no es muy coherente que digamos: muere un poeta y los noticieros, analistas, periódicos, revistas y redes sociales lo mencionan a diestra y siniestra. Hablan de su trascendencia y de lo grande que fue, cuando la realidad es que cotidianamente no ocupan segundos de su tiempo ya no digamos a la poesía, sino siquiera a la literatura en sí.

La poesía es tan importante, que para la inmensa mayoría sólo es necesario hablar de ella cuando alguien muere.

El ejemplo más reciente lo vimos hace unos días con Rubén Bonifaz Nuño. No mienten los conductores y periodistas cuando lo ubican como uno de los grandes poetas de nuestro país. Habría que preguntarles ¿por qué?... Probablemente sólo algunos cuantos tendrían algo que decir. Si en verdad es tan relevante, ¿por qué no dedicarle unos minutos de vez en cuando?

Nos guste o no, Bonifaz Nuño revivió con su muerte. Minoritaria como es, la poesía reclama ahora la atención para uno de sus mayores embajadores. El escritor y melómano abrevó de todo cuanto pudo para convertirlo en poesía. Siempre buscó la manera de decir de diferente manera lo que ya otros habían dicho. “La poesía, para mí, es un acto de libertad; si yo me pongo una norma para poder escribirla, ya deja de ser libre”, le confesó en alguna ocasión a Josefina Estrada.

Sus versos lo mismo hacían eco de sus profundos conocimientos acerca de la culturas griega y prehispánica, que de la belleza de Lucía Méndez.

Así era Bonifaz Nuño. Quienes lo trataron lo describen como un hombre enérgico, pero amante de la buena vida. Aun en sus últimos años, y con una visión disminuida, no perdía la oportunidad para lanzar algún piropo a una mujer de buen ver.

Se creó para sí mismo un personaje que trabajó y que siempre fue acorde con su trabajo.

Cadencia

En la presentación de la Antología general editada por la UNAM y Gato Negro Ediciones, Sandro Cohen escribe: “Nadie ha explorado los mecanismos del verso como Bonifaz Nuño. Muy pronto empezó a cuestionar la intocabilidad del endecasílabo acentuado en sexta, y buscó la manera de transformar su cadencia al cambiar el punto de apoyo de la sexta a la quinta sílaba”.

La dimensión de lo explicado por Cohen tal vez sólo la capten los entendidos en el tema. Para el resto ahí está el verso puntual y sabroso que se nos queda en la boca con ganas de ser repetido una y otra vez.

Los demonios y los días, Siete de espadas, As de oros y Albur de amor son libros que hablan por sí mismos de la pertinencia de un hombre que abrevó de las formas más clásicas de la poesía y que supo enriquecerlas con atisbos de la cultura popular.

Mención aparte merece la fruición con la que estudió la cultura helénica. No sólo cultivó el ensayo, sino que también se dedicó a traducir a los clásicos. No fueron pocos quienes conocieron a Ovidio mediante su interpretación.

Supo evitar la tentación del reflector mediático para dedicarse a lo que mejor hacía: escribir y divulgar el conocimiento.

Pocos podrán presumir de vivir menor cantidad de años con la intensidad con que Rubén Bonifaz Nuño vivió sus 89 primaveras.

A continuación, con autorización de Gato Negro Ediciones, a través de su distribuidora Casa de las Palabra, reproducimos los siguientes poemas.

Los demonios y los días (fragmento)

Siempre ha sido mérito del poeta

comprender las cosas; sacar las cosas,

como por milagro, de la imputa

corriente en que pasan confundidas,

y hacerlas insignes, irrebatibles

frente a la ceguera de los que miran.

Por ejemplo: todos nos sentimos

mordidos por algo, desgastados

por innumerables bocas sin fondo;

algo sin sentido que nos deshace.

Preguntamos. Nadie responde.

Pero hay alguien: saca la cara negra

sobre la corriente de su río

de renglones cortos,

respira y nos dice: “¿Qué es nuestra vida

más breve que un día?”, y entonces,

tocados de golpe, comprendemos:

sabemos que somos heno, verduras

de las eras, agua para la muerte.

Y no sólo el tiempo: los poetas

nos han enseñado la amargura,

el placer, el gozo de estar libres,

y el viento y las noches y la esperanza.

¿Qué hago, qué digo, qué estoy haciendo?

Es preciso hablar, es necesario

decir lo que sé, desvergonzarme

y abrir mis papeles chamuscados

en medio de tantas fiestas y gritos.

Y prestar mis ojos, imponerlos

detrás de las máscaras alegres

para que permitan y compadezcan,

y miren y quieran, y descubran

que estamos desnudos, que no tenemos.

Calacas (fragmento)

Y aquí estás, tu vida, con tu traza

de mujer dolida y poderosa;

con tus ojos que te compadecen,

tu deleite fácil al principio.

Flotan tus pechos; abundando,

floreces en torno de tu ombligo;

central, te juntas; dividida,

hasta tus grandes pies desciendes.

No sé cómo te voy perdiendo,

pero echo de menos tus espejos,

tu lumbre solar, tus lunas plenas,

tu pesado olor de mar y establo.

Ya no me concibes cada día;

ya no te estoy embarazando.

Pero aquí estás, vida; aquí me mientes,

la ilusión de tus poderes magnos

para tentación de la dientona.