Por Israel Piña
Algo pasa en el modelo de organización periodística que imperó durante un siglo: alrededor de mil 500 plazas de reportero desaparecieron en el último año, 166 diarios cerraron entre 2008 y 2010, los ingresos cayeron 7.3% en 2011 y la circulación disminuyó 4% en Estados Unidos, según reportes del Centro de Investigación para la Excelencia del Periodismo y laWorld Association of Newspapers and News Publishers.
La irrupción de Internet cambió las relaciones sociales de producción y consumo de información. Los lectores están migrando del papel a la pantalla, sin que esto represente grandes ganancias para los empresarios de los medios. La crisis se agudiza con la mutación del lector pasivo en un productor de datos que, entre otras cosas, son gratuitos.
Lo vertiginoso de estos cambios tomó por sorpresa al gremio periodístico, de tal manera que quienes ejercemos este oficio nos encontramos entre el abandono de viejos modelos y la búsqueda tardía de nuevas formas de “hacer”, en las que la competencia mercantil y la velocidad de los nuevos medios juegan un papel fundamental.
Pero la crisis no sólo es económica ni de viejas prácticas. La crisis también es de identidad. Si cualquier persona alfabetizada puede producir “información”, ¿cuál es el valor y la justificación del periodista? ¿Qué le queda por hacer y ser? ¿Cómo convencer a la sociedad de que su existencia vale la pena y un salario? ¿Cuáles son las nuevas características que debe adquirir y cuáles las irrenunciables? ¿Cómo hacerse escuchar en un mundo donde las voces se han multiplicado gracias a la tecnología?
Antes que plantearse estas interrogantes, las empresas y sus ejércitos de periodistas han intentado adaptarse a la velocidad de los nuevos medios con técnicas en las que la reflexión está proscrita. Hacer periodismo ahora es como manejar un tractor sofisticado sin detenerse a preguntar qué se está haciendo en la parcela, por qué ir en esa dirección y no en otra, cuál es la velocidad conveniente y cuál la técnica más eficaz.
Esto ocasiona, muchas veces, que el periodismo quede reducido a una mera técnica y no a un proceso complejo de comunicación que puede modificar la dinámica social. Tampoco satanizo el uso de las nuevas herramientas, pues representan una imperdible oportunidad para tejer expresiones e intercambios más potentes que los logrados con los medios tradicionales.
Creo que, gracias a ellos, es posible encontrar un rumbo nuevo en la capacidad expresiva y reflexiva de este oficio.
Las nuevas tecnologías nos recuerdan que el periodismo debería estar hecho por sujetos que le cuentan a otros sujetos cómo son los otros sujetos que forman parte del grupo socio-cultural, de ahí su potencia. Y es en ese intercambio, en esa conversación, donde el periodismo, sin renunciar a su vocación de denuncia, impulsa el entendimiento de nuestro microcosmos y, quizá, la confección otros posibles a través de la significación y resignificación de los mismos.
El periodismo reflexionado puede, estoy convencido, dejar atrás la anécdota, el lirismo ramplón y la supuesta objetividad y acercarse más a laargumentación, la interpretación, la conversación y la comprensión. Y en todos estos ejercicios hay una herramienta básica: la palabra.

La palabra
“La tecnología más compleja que manejan los periodistas es el lenguaje”, escribió Gabriel García Márquez en su cuenta de Twitter. La palabra es lo que nos hace humanos. A través de ella comprendemos el mundo y comprendemos al otro y nos comunicamos con los otros.
El periodista Tomás Eloy Martínez, en una conferencia dictada en Guadalajara en 1997, fue tajante: “El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de raza no tiene otra salida que pensar así”.
Con la palabra, el periodista duda, interroga, descubre, reconoce, piensa, entiende y, sobre todo, narra, que es desde el inicio su razón de ser. La palabra es ese instrumento irrenunciable que el periodista tiene para conservar su identidad, para afirmar su oficio y ofrecerlo como un servicio necesario, no un producto banal ni ramplón, a la sociedad. |
Hablo de la palabra bien cuidada. La palabra confirmada. La palabra sostenida. La palabra firme. No del rumor. No del que vocifera ni del que susurra sin compromiso ni del que grita para agredir. Hablo de la palabra sincera –asumo la parte de cursilería– del que se sabe sólo periodista por alguna razón inexplicable.
Con esto defiendo mi cursilería, si se quiere llamar así: alguna vez Octavio Paz afirmó que las vocaciones son misteriosas, que nadie sabe por qué aquel niño toma un lápiz y dibuja y por qué aquel otro construye barcos y carreteras. Lo único que sabemos, dice el poeta, es que ese juego puede convertirse, con los años, en oficio o profesión. Lo mismo, digo yo, sucede con el periodista, la palabra y la conversación.