Porque puedo, desperdicio

A la hora de la comida se les olvidó la Cruzada contra el Hambre.

Deperdicio de comida
Foto: Internet
Diego Castillo
Pendiente
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A la hora de la comida se les olvidó la Cruzada contra el Hambre.

En el buffet, los oficinistas acapararon varias mesas y abordaron la barra de alimentos con ansiedad depredadora. Dieron varias cucharadas a los chilaquiles, los frijoles, el chicharrón en salsa verde y el huevo. Vaciaron las jarras de jugo, leche y ordenaron litros de café. Algunos apretados le entraron a la frutita con yogur y harta granola.

Durante la comilona sólo se escuchaban carcajadas atragantadas y el golpeteo de los cubiertos en los platos. Las escandalosas bocas escupían migajas y las agitadas manos salpicaban con café los alrededores.

Un par de panzones aventurados rugieron y luego se levantaron para servirse más. Molletes, sopecitos, longaniza y otros litros de café para bajarse la comida. Los de boca chiquita se sirvieron cereales azucarados.

Cuando terminó el bullicio, los oficinistas pidieron la cuenta. Todos querían pagar responsablemente su parte, por eso cada uno sacó una tarjeta de crédito para que el camarero les cobrara 50 pesos por separado.

Los oficinistas se fueron del restaurante, dejaron una propina muy estricta junto a una espléndida cantidad de comida con la que sólo habían jugueteado.

Para los meseros era curioso que alguien que tenía la oportunidad, el privilegio de elegir qué y cuánto comer, no dejara el plato limpio. Luego tomaron los platos y llevaron los restos a la basura.

Y es que quizá los oficinistas no escucharon que en el país hay cerca de 28 millones de personas que padecen pobreza alimentaria, pobres que no tienen la oportunidad de elegir qué ni cuánto comer, y que el resto de la población era probablemente obesa o el mejor de los casos sólo malnutrida.

Un mesero creyó que sólo por consideración, como un gesto político, se comería las sobras la próxima vez, para que el indigente que vivía atrás del restaurante no viera cómo se desperdiciaban los alimentos que él no podía pagar.

Pero, al contrario, le ofreció al indigente guardarle las sobras en un desechable. Por supuesto, el indigente le mentó la madre, si no quería desechos, lo que quería era dinero para poder elegir qué y cuánto comer.

El indigente no aguantó mucho, al final recogió la comida del basurero, pero seguía soñando con el día que la opulencia le permitiera elegir qué, cuánto y dónde comer, para entonces, elegir mal.

Ésta es una historia ficticia sin el fin de criticar la manera probablemente irresponsable y desconsiderada de comer de alguien, aunque sea alguien que se dé el lujo de separar la cebolla de la tinga.

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