Nicolás Maduro, el primer mandatario venezolano, felicitó oficialmente a sus compatriotas, animándoles a comer hallacas y a prender la luz, “que es diciembre”, como si se tratase del país más feliz del planeta.
“Mi deseo es que esta luz de amor decembrina nos alumbre todo el año 2017, que será el año de nuestra Venezuela victoriosa e indestructible”, expresó.
Pues ni una cosa ni otra: las hallacas, el plato navideño más tradicional, es un producto casi inalcanzable y las luces están apagadas en las peores fiestas de varias décadas, pese a que el país dispone desde hace tres años de un viceministerio para la Suprema Felicidad Social. Tan oscuras son que desde el oficialismo no se animan a repetir con la habitual desmesura revolucionaria aquello de “Feliz Chavidad”, el lema de otros años de la propaganda bolivariana.
“Es una burla. El presidente pasándola chévere y yo trabajando en la noche de Navidad cuando ni una hallaca hemos comido en mi familia, ni siquiera mis hijos han hecho estreno este año”, se quejó Enrique H, de 38 años, chofer de Guarenas (extrarradio de Caracas), en cuya terminal de autobuses se han sucedido varios paros provocados para subir los precios del transporte, que el gobierno intenta mantener artificialmente.
Los venezolanos no tienen ningún motivo para celebrar. “Es la peor Navidad de mi vida”, concluyó María Fernanda Rodríguez, ingeniera química de 30 años, quien acaba de subir a sus redes sociales la fotografía de un gigantesco árbol de Navidad en un conocido centro comercial en Anzoátegui. “Hacerse la foto con Santa (Papá Noel) costaba tres mil bolívares, así que me conformé con el arbolito”, confiesa.
La inflación (en torno de 750%, según el FMI) ha apagado colores y mitigado alegrías en un país al que siempre le ha gustado celebrar la Navidad con exageración. El alto costo de los alimentos y productos básicos obliga a los venezolanos a emplear su dinero en lo imprescindible. La cesta navideña costó una media de 321 mil 324 bolívares, casi doce salarios mínimos de un trabajador, según el Centro de Documentación y Análisis Social.
“Hambre, tristeza y crimen son las tres palabras que resumen el perfil de la Navidad venezolana”, sintetiza Jesús Torrealba, secretario ejecutivo de la Unidad Democrática, en la misiva enviada al Vaticano.
Los precios están más allá de las nubes, disparados por una inflación que no entiende de celebraciones. El mejor ejemplo son las hallacas, un tamal típico del país, que va más allá de lo tradicional para convertirse en una seña de identidad nacional: ¡Ay de aquel que dude de su sabor y encanto!
“Y a estas alturas todavía no las hemos comido en casa, cuando mi mujer hace dos años hizo 50. El año pasado ya bajó a 20”, reclamó William Rojas, vendedor de 38 años que vive a unos pocos metros del Palacio de Miraflores. Junto a su puesto se la ofrecieron a última hora del día 24 a tres mil bolívares. Al final se decidió y compró cuatro, para toda la familia, lo que le obligó a trabajar el 25.
Pero aún más difícil es mojarse la garganta con los tradicionales ponches (360 bolívares en 2014, mil 800 en 2015 y más de diez mil este año) y el whisky (dos mil 990 en 2014, 24 mil el año pasado y entre 40 mil y 60 mil hoy), que nunca faltaban en la mesa del venezolano, que siempre se ha vanagloriado de ser uno de sus principales consumidores de escocés del planeta. El tradicional pan de jamón saltó de los 800 de 2014, a dos mil 500 bolívares del año pasado hasta los siete mil, de media, este año.
Caracas continuaba el lunes a “oscuras”, contando los días para pedirle al año nuevo que pulverice los recuerdos de 2016. Ni luces decorativas ni fuegos artificiales ni siquiera un alumbrado público poderoso.