Por Guillermo Deloya
Ancestralmente el ser humano está ligado a los desplazamientos en espacio y territorio. La migración, como la búsqueda de un espacio geográfico distinto al del punto de partida, está inscrita en nuestro código genético: el eventual cambio de residencia siempre ha respondido al anhelo de mejores condiciones, de cambios radicales.
Tanto en el coloniaje de Estados Unidos como en la conquista y mestizaje mexicano deviene un proceso de reubicación de británicos y españoles hacia territorios novedosos, con una diversa vía en el devenir del tiempo a efecto de forjar sus instituciones. Así mientras los norteamericanos fundaron sus cimientos con base en el trabajo y el empoderamiento de las capacidades individuales como mecanismo para obtener más y mejores bienes (instituciones inclusivas), las colonias españolas aprovecharon los esquemas de poder de caciques, reyes y tlatoanis conquistados para hacerse de recursos sin el mayor esfuerzo (instituciones extractivas).
En pleno siglo XXI la mística de prosperidad resultado de la forma en que Estados Unidos nació sigue presente en el imaginario colectivo de gran parte de los norteamericanos. Los vecinos del norte se transformaron en el ideal al que ciudadanos de casi todo el orbe aspiraban a llegar.
En la actualidad 44% de la población nacida en otros países obtuvo la nacionalidad estadunidense. Otro 27% tuvo un permiso de residencia permanente (Green Card) y 4% está como residente temporal, con autorización para vivir en el país.
Uno de cada cuatro inmigrantes (aproximadamente once millones de personas) radica ahí sin autorización legal; la mayoría son latinoamericanos y asiáticos.
Prioridad
La reacción adversa a los migrantes por parte de ciertos sectores poblacionales no podía ser menor. La retórica del presidente Donald Trump, quien exacerba al nacionalismo y señala la otredad como génesis de todos los problemas enmarcados en una silente xenofobia, estallaron una bomba que se había logrado contener gracias a la cooperación internacional.
Geográficamente México es la única vía de paso que tienen los centro y sudamericanos para llegar a Estados Unidos. La llegada del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien anunció una política de fronteras abiertas, tuvo consecuencias. En octubre de 2018 los indocumentados detenidos en la frontera con México fueron 51 mil entre familias, adultos solos y menores no acompañados, cifra que se mantuvo constante hasta enero pasado: ese mes las capturas sumaron 66 mil 884, lo que significa un aumento de 31%; para marzo alcanzaron 92 mil 840, es decir, 44% más respecto de octubre; en abril fueron 99 mil 304 detenciones y en mayo 132 mil 887.
En los últimos ocho meses las detenciones de migrantes alcanzaron la cifra de 593 mil 507, de acuerdo con datos de la Patrulla Fronteriza. En la frontera norte se encuentran varados casi 20 mil migrantes, incluyendo a once mil en Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez, quienes se encuentran hacinados en los puertos de entrada en espera de acudir a su audiencia para conocer si EU acepta sus solicitudes de asilo o no.
Los tiempos electorales en Estados Unidos provocaron que Trump utilizara como pretexto este fenómeno para amenazar con la imposición de aranceles progresivos a todos los productos de México. Aunque el impacto económico sería duro en ambos países México llevaría las de perder.
Después de una semana de negociaciones se logró llegar a un acuerdo que implicó, de manera inmediata, la movilización de la Guardia Nacional hacia la frontera sur de México para impedir la entrada de caravanas migrantes ilegales con destino a Estados Unidos en territorio nacional.
No podemos afirmar que esta sea la solución, como sí podemos decirlo de la cooperación. Urge llamar la atención sobre el verdadero problema: no se trata de un suceso aislado sino un constructo histórico de siglos. La migración no es mala o dañina y siempre ha existido. Es un problema de política: no de cultura. Resolverlo requiere de mentes hábiles y finas que logren diseñar las políticas adecuadas. Porque antes de la economía están las vidas humanas. Derechos humanos y seguridad deben ser la prioridad en esta nueva etapa de la relación bilateral.