Por Mónica Soto Icaza
Sigmund Freud dio giros interminables a su mortal puro intentando desvelar el misterio de una pregunta: ¿qué quieren las mujeres? No halló respuesta. Y es que, uno, no existen “las mujeres”: existe aquella, esa, esta mujer. La mujer en su historia y circunstancias. Y dos, ¿de dónde el hombre puede arrogarse la autoridad para decir cuál es el deseo de la mujer? La mujer es —y tiene que ser— soberana en su deseo. Y ello empieza con su lenguaje: nombrarlo y comunicarlo. Lo que yo quiero da voz a la única protagonista de estas historias. Nos honra que nuestra colaboradora Mónica Soto —provocadora y desafiante, asertiva y creadora, mujer de libertad— inicie esta nueva sección de nuestra revista.
Como buena mujer criada por los cuentos de hadas, Raquel siempre creyó que era una princesa. Ignoraba que su linaje es el de las brujas, hasta la noche en que al fin pudo lavar su vestido de novia, ese traje blanco que con el paso de los años y después del divorcio se convirtió en un estorbo. Todo por enamorarse de un hombre de sonrisa encantadora, pero con vocación de asesinar brujas.
Ella intuyó que él se dedicaba a neutralizar el poder de las mujeres cuando todavía eran novios, pero los sentimientos hacia él la cegaron. Pocos meses después de iniciar la relación coincidió con la exnovia, Laura, en un evento al que le pidió asistir y él no pudo negarse. La mujer era joven y muy bella, de eso no había duda, pero al mirarla lo primero que Raquel notó fue una ausencia. En esas pupilas no había brillo, de ese cuerpo se había fugado el alma. Las almas son sabias: a veces para salvarse abandonan momentáneamente el saco de sangre y huesos que las contienen. Y la de ella se había ido de vacaciones en espera del momento oportuno para volver.
Laura miró a Raquel con una combinación de tristeza y rabia, y Raquel la miró a ella con sorna y cierta burla: había demostrado su superioridad al bajarle al novio y sentía lástima por saberla rogándole que volviera al hombre que la dejó por otra.
Todavía ignoraban, Raquel y Laura, que el tiempo y las circunstancias las convertirían en aliadas, a fin de cuentas eran las últimas mujeres que él había intentado destruir, sin éxito: no hay energía más poderosa que la de una mujer que recupera el brillo en los ojos después de destrozar el influjo de aquel a quien creyó el amor de su vida.
Con el paso de los meses la convivencia con el seductor de brujas le mostró a Raquel que su superioridad sobre Laura era un espejismo, una verdad configurada por el hombre al que había elegido y sin relación con la realidad. Raquel comprendió que no era ni mejor ni peor sino simplemente ella, y fue así como decidió que el disfraz de princesa, con esos tacones de cristal y esa crinolina vaporosa, eran demasiado estorbosos para pisar fuerte y para correr en libertad. Laura se había salvado gracias a ella, y había llegado el momento de salvarse a sí misma.
Yo, como la mayoría de las mujeres, he sido Raquel y Laura. He sido aliada y enemiga, hasta que las historias de cada una nos enseñan que nosotras no somos el enemigo.
El enemigo es quien nos viola, quien nos acosa, quien dispone de nuestro cuerpo, ideas y vida a su antojo porque piensa que tiene ese derecho. Porque las princesas son frágiles, posesión de un hombre y deben ser salvadas.
Las enemigas no somos las mujeres que nos defendemos. Tanto nos dijeron que una mujer buena no alza la voz, no se queja, se resigna a su suerte por haber nacido con vagina, que nos la creímos y ahora nos juzgan e insultan porque decidimos hacer añicos el silencio.
Quiero que seamos brujas, que conjuremos realidades, que los resultados dependan de la fuerza interna, de la experiencia, sin apropiarnos de miedos ajenos. Ya basta de vivir en rivalidad, porque es precisamente esa rivalidad la que nos mantiene débiles.
Lo que yo quiero es matar a las princesas, que las niñas crezcan con la convicción de su fuerza y tengan la certeza de que no necesitan que nadie las empodere: empoderar, según la Real Academia Española, es “Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido”, cuando en realidad el poder ya lo tienen por el simple hecho de haber nacido seres humanos.
Para que dejen de matar a las mujeres es necesario poner a dormir a las princesas.