Adversidad y depresión

Hace unos días publicó la revista Nature una sección especial sobre la depresión. Hay allí una impresionante gráfica de barras que compara la prevalencia de esta enfermedad en 174 países. 

Redacción
Todo menos politica
Hace unos días publicó la revista Nature una sección especial sobre la depresión. Hay allí una impresionante gráfica de barras que compara la prevalencia de esta enfermedad en 174 países.
Foto: Especial

Elena Fernández del Valle
elemarine@me.com

Hace unos días publicó la revista Nature una sección especial sobre la depresión. Hay allí una impresionante gráfica de barras que compara la prevalencia de esta enfermedad en 174 países.

¿El país con prevalencia más alta? Afganistán, con 25%; le siguen Libia, Honduras y territorios palestinos ocupados.
Los datos son de 2010. Digo “impresionante” porque pocas veces me había resultado tan clara la estrecha relación entre la guerra —o la inestabilidad social— y la depresión.

No es nada más que la gente se ponga triste al ver tanta destrucción. Aun cuando no se experimenten pérdidas personales graves, la tensión nerviosa continua a la que están sometidos quienes viven en un clima de inseguridad extrema (como en Honduras, que tiene una tasa de homicidios cuatro veces mayor que la de México), envueltos en conflictos de los que no es posible salir con bien (como en Afganistán), o sujetos a la humillación cotidiana de ser considerados indeseables en su propia tierra (como sucede a los palestinos) acaba por enfermar a muchos.

Duermen mal, pierden el apetito, enflaquecen, no piensan claramente ni disfrutan de nada, se vuelven olvidadizos e irritables. Es decir, están deprimidos.

Los mecanismos biológicos que llevan de la tensión nerviosa crónica a la depresión han sido muy estudiados en animales.

Si a una rata de laboratorio se le obliga a compartir su jaula y su comida con otra más grande y más fuerte, o si se le enseña que ciertos estímulos de aparición frecuente anuncian una descarga eléctrica de la que no podrá escapar, presentará primero todos los signos físicos del estrés crónico, como gastritis, colesterol elevado y aterosclerosis, y después los comportamientos típicos de la depresión (será una rata insomne, sin interés por el azúcar ni por los aromas y sabores deliciosos, no hallará la salida de los laberintos ni aprenderá cosas nuevas).

Cultura

De hecho, para saber si un medicamento funciona como antidepresivo los investigadores comienzan por probarlo en animales en los que se ha inducido una depresión de esta manera.

También el cerebro de estas ratas atormentadas sufre cambios, sobre todo en el hipocampo, que es la zona encargada de grabar los recuerdos, y en la amígdala, que se ocupa de organizar las reacciones de huída o ataque ante situaciones amenazantes: el hipocampo se encoge y sus células dejan de reproducirse, mientras que la amígdala aumenta su tamaño y fortalece sus conexiones a otras zonas.

En personas que sufren depresión se ha documentado lo mismo, gracias al desarrollo de técnicas como la resonancia magnética que nos permiten ver el cerebro en vivo y comprobar que el tamaño de esas zonas guarda relación con la intensidad de síntomas como las fallas de memoria (hipocampo pequeño) y la tendencia a atacarse a sí mismo (amígdala demasiado activa).

Son hallazgos que han ido acabando con la idea de que una persona deprimida podría suprimir sus síntomas a voluntad y también con aquel estigma de cobardía y falta de vigor moral que solía imponerse a estos enfermos.

La buena noticia aquí es que, como somos algo más complicados que las ratas de laboratorio, tenemos muchos más recursos para enfrentar la tensión nerviosa e impedir que nos rebase.

Sea cual sea la cultura que habitemos, ella nos pondrá al alcance remedios tan variados como la práctica de la oración y la meditación, la pertenencia a algún grupo que abriga y sostiene, la oportunidad de disipar la tensión mediante algún deporte o la posibilidad de convertir los limones agrios en limonada al usar las contrariedades como materia de creación artística.

¿Para qué es la cultura, si no?