EL ÁRBOL QUE CAE

Vivimos tiempos donde abiertamente se rinde culto al disparate, a la violencia y a la falsedad.

Juan Carlos del Valle
Columnas
Allegro. Óleo sobre lienzo, 20x30 cm.
Juan Carlos del Valle

A lo largo de la historia del arte son escasos los artistas que llegan a ser conocidos: “son muchos los llamados, pocos los escogidos”, como predicaba Mateo en su Evangelio. Han existido, sin duda, extraordinarios artistas que no tuvieron la visibilidad que se merecían y otros tantos que, si la consiguieron, no fue permanente. Algunos de esos desconocidos resurgen del olvido años más tarde, producto de la curiosidad intelectual de académicos investigadores o de intereses comerciales. En el caso de los artistas vivos, mientras que algunos exponen en los museos más concurridos del mundo, forman parte de importantes colecciones, son promovidos por grandes galerías y vendidos en ferias internacionales de arte, muchos otros —la abrumadora mayoría— luchan cada día por tener una pequeña hebra de visibilidad.

Así, hay algunas obras y artistas que son exponencialmente ensalzados y difundidos y otros que son descartados y silenciados. Cabe entonces hacerse la pregunta: ¿de qué depende la visibilidad o invisibilidad? ¿Cuáles son los mecanismos de visibilidad y desde dónde se legitiman? ¿Tienen estos que ver con la calidad de la obra acaso, con la relevancia de su discurso o con el tiempo y dinero invertido en su producción? En un mundo sobresaturado de expresiones y estímulos la principal moneda de cambio es la atención del otro. Ante la constante obsesión de ser vistos, leídos, gustados y consumidos, la provocación surge como una manera efectiva de competir y destacar en una marea interminable de opciones; y mientras más ruidosa, absurda, sensacionalista o insolente sea, mejor. Pareciera que sin escándalo no hay notoriedad.

Trascendencia

El plátano pegado en la pared vendido en más de 100 mil dólares de Maurizio Cattelan, un provocador consumado, es el ejemplo más reciente de muchos que podrían citarse. La labor de relaciones públicas, la construcción de un aparato publicitario y el manejo de los medios de comunicación y del público a través de la provocación, es más importante que la creación de la propia obra o incluso se convierte “en la obra misma”. Y no se trata de poner en cuestión el hecho de que los artistas se promuevan a sí mismos y su trabajo, sino distinguir entre quienes viven de promocionar su obra y quienes viven exclusivamente de la promoción.

La popularidad es sobradamente recompensada en nuestra cultura del espectáculo y el anonimato es castigado duramente. Sin embargo es importante cuestionar si existe una verdadera trascendencia y permanencia desde la glorificación de propuestas artísticas que solamente escandalizan, entretienen y enriquecen —cada vez más— a unos pocos.

¿Por qué no impulsar el arte que alimenta el intelecto, la sensibilidad y el espíritu? ¿Por qué no, en vez de caer en trampas mercadológicas o reaccionar en automático ante temas de polémica fácil, mejor poner atención a la verdadera poesía? Y es que los grandes contenidos dignifican al espectador y lo convierten en gran público, en oposición a una masa anónima y manipulable.

Vivimos tiempos donde abiertamente se rinde culto al disparate, a la violencia y a la falsedad. Se ha perdido todo sentido del absoluto y el respeto sagrado por el ser humano. Esto permite que haya bananas de 120 mil dólares. Mientras tanto, ¿cuántos verdaderos artistas viven en la sombra? ¿Cuántas obras de arte merecerían mucho más interés? ¿Cómo y dónde descubrirlas? Hasta que eso suceda queda la proverbial pregunta: ¿hace ruido el árbol que cae cuando no hay nadie cerca para escucharlo?