Los que antes eran acontecimientos aislados ahora forman parte de una nueva normalidad: lluvias violentas, repentinas, con impactos duraderos y cuantiosos daños materiales.
Entre el 1 y el 15 de julio de 2025 la Ciudad de México recibió más de 66.9 millones de metros cúbicos de agua por lluvias, una cifra que según datos oficiales de la Secretaría de Gestión Integral del Agua (Segiagua) equivale a llenar 44 veces el Estadio Azteca.
Además de inédito, ese volumen refleja de forma alarmante cómo el cambio climático altera los patrones meteorológicos: las lluvias se han vuelto más frecuentes, más intensas y con consecuencias cada vez más severas para la infraestructura urbana y la vida cotidiana de millones de personas.
Un ejemplo claro ocurrió recién el sábado 19 de julio, cuando una tormenta azotó la alcaldía Magdalena Contreras y descargó 22 millones de metros cúbicos de agua en pocas horas, lo suficiente para llenar 22 estadios Azteca.
Al día siguiente, en menos de una hora, cayeron 61.5 milímetros de lluvia, el equivalente a lo que normalmente precipita en un mes entero.
Este tipo de eventos extremos, cada vez más comunes, no solo rebasan la capacidad del sistema de drenaje, sino que también provocan daños en viviendas, pérdidas materiales y dejan a la ciudad sin margen de recuperación antes de enfrentar la siguiente tormenta.
De hecho, la Secretaría de Gestión Integral de Riesgos y Protección Civil (SGIRPC) reportó al menos 97 viviendas afectadas por esta tormenta. Algunas registraron daños estructurales; otras, la pérdida de electrodomésticos, muebles y pertenencias personales.
“Se activó el protocolo Tláloc y la Secretaría de Obras intervino para limpiar vialidades y apoyar en el saneamiento de las casas inundadas”, explicó la titular de la dependencia, Myriam Urzúa Venegas.
Pero estos episodios no son hechos aislados. Un estudio reciente del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM, publicado en el Journal of Hydrometeorology, concluye que el crecimiento urbano descontrolado y la pérdida de cobertura vegetal intensifican tanto la frecuencia como la severidad de las lluvias.
El fenómeno de isla de calor urbana —zonas urbanas con temperaturas más altas que las rurales— modifica los patrones atmosféricos locales y da lugar a microclimas que favorecen tormentas más intensas, especialmente en los bordes de la ciudad.
A esta transformación climática se suma una infraestructura que ya resulta insuficiente. El sistema de drenaje profundo se diseñó hace más de tres décadas y aunque la Comisión Nacional del Agua (Conagua) ha retirado miles de toneladas de desechos en lo que va del año, la acumulación de basura sigue siendo un obstáculo crítico.
Según Segiagua, los mayores taponamientos los provocan residuos sólidos como botellas de PET, envases, colillas, electrodomésticos e incluso partes de automóviles. César Cámara, buzo profesional del drenaje profundo, relata que en una ocasión fue necesario usar dinamita para remover un tapón formado por un metro de botellas plásticas compactadas.
Lo bueno, lo malo y lo feo
Aunque las fuertes lluvias representan un riesgo inmediato, también contribuyen a mejorar la situación de las presas del país.
Hasta el 14 de julio de este año las 210 principales presas mexicanas —que almacenan más de 90% del agua del país— registraban un llenado promedio de 48%, con casi 60 mil millones de metros cúbicos disponibles, según Conagua.
Si bien esta recuperación no es uniforme —el centro del país presenta niveles superiores a 80%, mientras que estados como Sinaloa enfrentan niveles críticos con solo 10.8% de llenado—, el Sistema Cutzamala, fundamental para el abastecimiento del Valle de México, ha mejorado hasta 58.5%; la presa Valle de Bravo alcanza 71.8%; mientras que Villa Victoria y El Bosque permanecen por debajo de 50 por ciento.
Estas cifras reflejan que, pese a los daños, las lluvias recientes aportan un alivio indispensable a un sistema hídrico marcado por años de sequía y sobreexplotación.
Sin embargo, el impacto de las lluvias también alcanza a los vehículos. Un estudio del Water Research Laboratory de la Universidad de Nueva Gales del Sur (UNSW), en Australia, demostró que los automóviles pierden estabilidad con rapidez cuando el nivel del agua supera las ruedas. Investigaciones similares de la Cardiff University confirmaron que el peso, tamaño y diseño del vehículo determinan su vulnerabilidad ante las corrientes.
En Estados Unidos la empresa Carfax —especializada en historial de autos usados— reportó un aumento de 47% en vehículos dañados por agua tras huracanes recientes. Por su parte, el Laboratorio Nacional de Idaho advirtió sobre los riesgos particulares en autos eléctricos, que pueden presentar incendios semanas después de haber sido sumergidos en agua salada.
En México, de acuerdo con la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros (AMIS), entre 2012 y 2024 se pagaron en promedio siete mil 591 millones de pesos anuales por siniestros derivados de fenómenos hidrometeorológicos. De esta cifra, las lluvias intensas e inundaciones representan casi la mitad.
Sin embargo, el nivel de aseguramiento sigue siendo alarmantemente bajo: apenas 26.5% de los hogares del país cuenta con algún tipo de seguro que los proteja frente a estos eventos.
El caso de Magdalena Contreras no es un episodio aislado, sino el reflejo de una tendencia mucho más amplia y preocupante. ¿Están preparadas las ciudades para enfrentar un clima cada vez más extremo? ¿Qué papel juega un seguro en esta ecuación? Lo cierto es que la mayoría de las viviendas mexicanas sigue desprotegida. En muchas zonas urbanas donde el concreto ha reemplazado al suelo permeable y los drenajes están rebasados el agua simplemente no tiene por dónde irse. Y cuando cae, lo hace con demasiada fuerza.
Huracanes
En los últimos años la temperatura del agua frente a las costas del Pacífico mexicano ha registrado incrementos persistentes. Este calentamiento, impulsado por el cambio climático, acelera la transformación de simples depresiones tropicales en huracanes de gran intensidad, a veces en cuestión de horas.
México ha enfrentado varios huracanes devastadores que dejaron huellas profundas en distintas regiones. El más impactante en la memoria reciente es Otis, que tocó tierra en Acapulco, Guerrero, en octubre de 2023 como huracán categoría 5. En pocas horas arrasó con la ciudad, provocó al menos 47 muertes, dejó 59 personas desaparecidas y ocasionó pérdidas materiales aseguradas por más de 38 mil millones de pesos.
Otro caso significativo fue el huracán Grace, que en agosto de 2021 afectó a la Península de Yucatán y al norte de Veracruz como categoría 3, causando severas inundaciones y daños a la infraestructura. Ese mismo año el huracán Rick también impactó la costa de Guerrero generando deslaves y afectaciones, aunque con menor intensidad.
El fenómeno no se limita a México. En Estados Unidos una megatormenta en Texas causó hace un par de semanas más de 100 muertes y dejó 180 desaparecidos al descargar 30 centímetros de lluvia en pocas horas.
“Si esa lluvia hubiese caído apenas 16 kilómetros más al norte o al sur, el desastre habría sido menor”, explicó el climatólogo estatal John Nielsen-Gammon. Pero la precipitación se concentró sobre las cabeceras del río Guadalupe, transformando la región montañosa del Hill Country en una trampa mortal para cientos de campistas, entre ellos muchos niños.
La tragedia llevó al presidente Donald Trump a declarar zona de desastre, aunque evitó pronunciarse sobre los recortes recientes a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) y al cuerpo de meteorólogos federales. No sorprende, puesto que ya en 2019 había expresado su escepticismo climático: “Solía llamarse calentamiento global, eso no funcionaba. Luego lo llamaron cambio climático”.

Esa visión política contrasta con los hallazgos científicos. Un estudio publicado en Communications Earth & Environment —difundido por la revista científica EOS— revela que las olas de calor aumentan en 50% la probabilidad de que un huracán se intensifique rápidamente. Este fenómeno, conocido como “rapid intensification”, implica un aumento abrupto en la fuerza de un ciclón en menos de 24 horas, lo que reduce drásticamente el margen de maniobra para emitir alertas y proteger a la población.
La investigación, que encabezó Soheil Radfar por la Universidad de Alabama, analizó datos de huracanes entre 1950 y 2022 en el Golfo de México y el Caribe. El estudio concluyó que 70% de los casos de intensificación rápida coincidieron con olas de calor marinas, subrayando el papel crucial del océano en la evolución de estos sistemas.
Más allá de los ciclones, estas olas de calor también afectan sectores económicos clave. En comunidades costeras la producción pesquera ha resentido los efectos del calentamiento oceánico. Entre 2014 y 2016, las capturas de especies fundamentales en Baja California disminuyeron hasta 58%, comprometiendo la seguridad alimentaria y el sustento de miles de familias. Así, el impacto climático no solo se mide en tormentas, sino también en mesas vacías y economías locales golpeadas por la pérdida de recursos naturales.
Sequía: el otro lado
Mientras algunas regiones enfrentan lluvias torrenciales, otras sufren la ausencia total de agua. Esa es la brutal paradoja del cambio climático: la misma atmósfera que provoca tormentas históricas puede negar la lluvia durante meses. En una misma temporada, un país puede vivir inundaciones catastróficas en un estado y sequías sin precedentes en otro.
Esta alternancia salvaje ya no es una anomalía, sino la nueva norma, y pone en jaque a los sistemas agrícolas, hídricos y económicos.
Un informe del Centro Nacional de Mitigación de Sequías de Estados Unidos (NDMC), en colaboración con Naciones Unidas, advierte que desde 2023 el planeta ha sufrido algunas de las sequías más intensas y generalizadas jamás registradas, afectando incluso a países de clima moderado como España, Marruecos y Turquía.
En México, aunque las lluvias recientes ayudaron a disminuir su alcance, aún 17.7% del territorio nacional permanece afectado por condiciones de estrés hídrico, que van desde moderadas hasta excepcionales, según el Monitor de Sequía de Conagua al 15 de julio de 2025.
En Sonora, por ejemplo, 93.1% de sus municipios presenta algún nivel de sequía. Además, en estados del noroeste y norte, como Sinaloa, Chihuahua y Coahuila, entre 21.8 y 28% del territorio se encuentra en sequía excepcional (D4). Estas cifras muestran que pese a alivios parciales la crisis hídrica persiste como un problema estructural.
Las consecuencias son profundas. Héctor Magaña Rodríguez, economista del Tecnológico de Monterrey, explica que la producción de maíz y trigo sufrirá una caída significativa: se esperan 32.4 millones de toneladas en 2025 frente a los 40.8 millones de 2021. Menor oferta encarece precios e impulsa la inflación alimentaria, amenazando el segundo semestre de 2025. En el Valle del Yaqui, por ejemplo, por falta de agua solo se sembró 2% de la superficie programada en el ciclo 2023-2024, lo que presiona la importación de granos.
David Cano Machuca, director de Grupo Munsa, dice a Vértigo que en su caso tuvieron que comprar 150 mil toneladas de trigo en Estados Unidos y Canadá, pagando hasta cinco mil 200 pesos por tonelada (cuando el precio promedio era de cuatro mil 460) para mantener la producción nacional.
La ganadería también sufre: la escasez de agua provoca muertes de ganado vacuno, bovino y caprino, afectando carne y lácteos.
La industria manufacturera en Coahuila y Chihuahua enfrenta costos energéticos superiores al reducirse la generación hidroeléctrica y recurrir a combustibles fósiles o energía privada, lo que erosiona la competitividad. La sequía podría significar una pérdida de hasta 31 mil millones de pesos en el Producto Interno Bruto (PIB) agropecuario, estima Magaña. Asimismo, la salud pública está en riesgo con desnutrición, deshidratación y enfermedades derivadas del agua contaminada, principalmente en comunidades rurales sin acceso a servicios básicos.
Olas de calor
En 2025 múltiples regiones del mundo enfrentan olas de calor sin precedentes. En Xinjiang, China, se alcanzaron los 48.7° C, presionando al límite las redes eléctricas y los sistemas de salud pública. En Europa una ola de calor agravada por el cambio climático provocó al menos dos mil 300 muertes en ciudades como Londres y Roma, al elevar las temperaturas entre 2 y 4° C por encima del promedio. En Estados Unidos, un “heat dome” empujó la sensación térmica por encima de los 43° C en Houston, St. Louis y Nueva Orleans, activando alertas sanitarias y el cierre de escuelas.
Estas condiciones extremas también han avivado incendios forestales en varios continentes. Grecia, Turquía y España evacuaron a miles de personas por siniestros alimentados por el calor y los vientos. En Canadá, desde mayo, más de 1.1 millones de kilómetros cuadrados se han visto afectados por incendios impulsados por anomalías térmicas de hasta 11° C sobre lo normal. En América del Sur más de seis millones de hectáreas se han perdido por incendios asociados a sequías extremas y deforestación en Argentina, Chile y Colombia.
Para Maríajulia Martínez Acosta, gerente de Vinculación en Desarrollo Sostenible del Tecnológico de Monterrey, estos eventos no pueden enfrentarse solo con respuestas reactivas. “Existe la necesidad de actuar a largo plazo: por ejemplo, reverdecer ciudades, implementar soluciones con base en la naturaleza, reducir emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) y exigir mejores políticas públicas y empresariales. Quizás esta sea la última canícula de 40 días; en el futuro podrían durar más. Por ello, es fundamental que todos seamos parte de la solución”, advierte.
Adaptarse ya no es una opción, es una urgencia. Cambiar la manera en que producimos alimentos, construimos ciudades o consumimos energía es clave para sobrevivir en un entorno más hostil. Porque el clima ya cambió y este verano no es una excepción: es la advertencia más clara de que la era de la estabilidad climática ha terminado.