Inmortalizada la faena por la película Esquina bajan, sudores, olores, empujones y muinas al calce de David Silva y su ayudante Fernando Soto Mantequilla, cobrador y calzador para hacer caber el pasaje a un tiempo, aquellos camiones provocan aún suspiros.
El zapatito de bebé colgando del espejo retrovisor. La señora gorda clamando la ausencia de caballeros. Los treinta fierros del boleto. El escalofrío del inspector…
La estampa se quedó intacta: “Caballeros sí hay, lo que faltan son asientos”, decía el retobo, mientras el vendedor de chicles se abría paso entre canastas, rotitos, descaradas y descascaradas, en tanto el trovador se lanzaba al ruedo con Miénteme más, al vaivén del peladaje de los letreros del asiento del chafirete: “¡Ay nanita, qué curvas y yo sin frenos!”, “Cambio dos llantas nuevas por una vieja”.
La historia está ligada a las máquinas tragamonedas que daban cambio; a las rutas imprescindibles, ya Peralvillo-Cozumel, ya Santa María–Mixcalco, ya Roma–Mérida, ya San Rafel–Aviación, ya Estrella–La Villa.
Y hay lugar para-dos
La primera vez, al amanecer de la década de los veinte, fue justo Santa María Mixcalco y Anexas. Del centro a la aún colonia popof. Y luego la vieja colonia San Rafael, con extensión hacia el extremo oriente, es decir los campos de aviación de Balbuena.
El común denominador era la segunda clase, y si no le gusta viaje en ruletero o cómprese su fordcito.
La tarifa escalaba de los diez a los 20 centavos, para estancarse en 30 durante los cincuenta y parte de los sesenta.
Naturalmente, la gente decente, el chaleco con leontina, el sombrero de fieltro, la corbata negra, prefería el tranvía por más que el rodar fuera lento. Total, sirve que me echo un sueñito.
La tradición, dada la estadística de analfabetas, era identificar los camiones por colores. Rojos los de San Lázaro, verdes los de Las Lomas, verde nilo los de Mariscal-Sucre, blancos los Peralvillo-Cozumel, naranja los de Tacuba, azules los de Santa Julia, amarillos los de Moctezuma-Chapultepec.
Obligados los permisionarios a desaparecer el arcoiris, la identidad se verificaba por franjas lateralescon los colores tradicionales. Y los de La Merced cobraban pasaje adicional por costal; los de Tacuba jugaban carreras en la ruta a los panteones, y los que llegaban hasta la Ciudad Universitaria 20 centavos más… aunque solo cinco a estudiantes con credencial.
La bronca llegó en 1956, cuando el pulpo camionero impuso un aumento descomunal a las tarifas, de 50%, de 20 a 30 centavos. La ira provocó el secuestro de unidades que se concentraron en el Monumento a la Revolución, con amenaza de prenderles fuego.
Ahora que en los cuarenta el precio del pasaje era de diez centavos, con opción para los abusados a viajar de mosca, es decir, colgados en el estribo.
Y de pronto el caballero de hasta atrás gritaba por el robo de su cartera al más limpio estilo del “dos de bastos”, mientras el vendedor de aspiradoras se abría paso con su mercancía y el niño contemplaba, atónito, el puente de Nonoalco. Y condenado chafirete no escuchó el “¡Bajan!”, y “Perdone, ¿ya pasamos la Diana Cazadora?”
La polvorienta página de cafres, apretujones, gallinas en racimo, lectura colectiva del Alarma y calores infernales pasa por el Azcapotzalco-Clavería, Guerrero-San Lázaro, Juárez-Loreto, Niño Perdido-Álamos, Portales-Ermita…
Y bájele de angelito, porque aquí no es parada.
El olor de aquellos camiones.