Impávida pese al griterío, alba aún en reto al claroscuro de la agonía de la tarde de junio en la Alameda, la figura en mármol de Benito Juárez parecía mirar de reojo el desfile de ira que cruzaba, puño en alto, el espacio de la venganza.
Artistas plásticos de pantalón de peto y paliacate rojo; periodistas de sombrero; activistas con credencial de presos políticos, escritores…
Y mientras las zancadas del maestro devoraban indiferentes el gran rectángulo de pasto, rodeado de plantas y flores y apresado en un gran círculo de vidrio y bambú y mesas cobijadas por sombrillas gigantes, la furia de los 500 y algunos más atropellaba el coqueto poste de cedro del que colgaba el nombre de la terraza del Hotel Del Prado.
Y aunque la mitad de las damas que inauguraban la velada del salón Le Petit Trianón asaltaban los pasillos para escandalizarse al fragor del espectáculo, el ejército de reivindicadores de Diego Rivera devoraba alfombras, candiles, guantes blancos, copas y salones.
Para entonces los ojos de sapo de Diego, el de Angelina, el de Lupe, el de Frida, el de Emma, estaban clavados en los estropicios de su colosal mural: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.
Y la frase maldita de Ignacio Ramírez, El Nigromante, pronunciada entre las líneas de su texto de ingreso a la Academia de Letrán, quedó otra vez idéntica: “Dios no existe”.
Y el retoque al tajo en la cara de Diego-niño; en el mural hijo único y muy querido de Frida Kahlo, realizado tres días antes por un grupo de jóvenes católicos.
El arte quedó reivindicado… por más que el mural que retrataba, a golpe de colorido, las visiones, las fantasías, los sueños de Diego Rivera, quedaría oculto nueve años.
Al centro, rana y culebra atónitas al borde de las bolsas de la chaqueta, el Diego de once años, justo la edad en que entró por primera vez a la Academia de San Carlos, de la mano de la muerte catrina emperifollada a la Belle Époque, aunque remedando a la diosa Tonantzin.
La calaca flaca de la mano de su creador, José Guadalupe Posada, mientras la madre Frida, ataviada de tehuana y llevando en una mano el símbolo del yin y el yang, principios de la vida, cubre el papel del amor llevando como testigo al libertador cubano José Martí, quien saluda al Duque Job, Manuel Gutiérrez Nájera.
Y mientras Antonio López de Santa Anna le entrega las llaves del país al general estadunidense Winfield Scott, Porfirio Díaz cuida la silla presidencial.
Vestíbulo
Edificado a lo largo de 15 años, de 1933 a 1948, en medio de un espeso episodio de corrupción gubernamental, el Hotel Del Prado, obra del arquitecto Carlos Obregón Santacilia, se constituía literalmente como una ciudad dentro de la ciudad.
Su lobby de cuatro pisos se anunciaba como el más bello del mundo. En el vestíbulo había tres murales de Miguel Covarrubias, en tanto en el salón de cocktails había dos de Roberto Montenegro.
El hotel contaba con su propia estación radiofónica, cafetería, oficina de correos, tienda de regalos, confitería y hasta una sucursal bancaria.
El asombro permaneció vivo en los cincuenta y aún los sesenta.
Erguido como símbolo de Avenida Juárez, espejo de la Alameda, al Hotel Del Prado lo doblegaría la furia del terremoto del 19 de septiembre de 1985.
Casi 20 años antes, en 1956, azotado, agotado por el cáncer que se extendía de los testículos a todo su cuerpo, Diego Rivera también se había rendido… sustituyendo la frase de la tempestad por otra más tenue que pasa desapercibida: “Academia de Letrán, 1836”.
Al descender del andamio el maestro prendería el último fuego: “Soy católico… ¡y ahora pueden telefonear la noticia a Moscú!”