El sistema político mexicano es el único que no decepciona en sus objetivos: se reforma para seguir igual. El problema de la transición mexicana fue que careció de liderazgos intelectuales o políticos no partidistas; y si bien el mensaje de 2000 fue el de transitar a un nuevo sistema-régimen-Estado, el PAN y el PRD fracasaron como oposición alternativa: en el poder, ambos prefirieron aprovechar el sistema priista.
Este 2016 es un nuevo año pero que escasea de expectativas; la fragmentación partidista ha bajado la mayoría para gobernar: Carlos Salinas lo hizo con 50.3%, Zedillo con 48%, Fox con 42, Calderón con 36 y Peña Nieto con 38% (solo 29% del PRI); los primeros cálculos señalan que el próximo presidente podría ejercer el poder con 28% de los votos.
Lo malo de este escenario es que ningún líder político ni partido parece preocupado por la fragmentación del poder entre nueve formaciones (el PT regresó y el Humanista perdió registro) y cualquier cantidad de aspirantes independientes. A diferencia de 1994, en que hubo nueve candidatos presidenciales, en la realidad operaron solo tres: PRI, PAN y PRD; hoy aparece Morena con Andrés Manuel López Obrador y probablemente tres independientes. La competitividad disminuirá el voto por el PRI a menos de 28% y podría beneficiarse de su coalición con el Verde y Nueva Alianza.
El escenario político de 2016 resulta irrelevante en materia política de no ser porque será la principal aduana electoral para las presidenciales de 2018: PRI, PAN, PRD, Morena y los independientes buscarán la fortaleza del voto, lo que divide políticamente al país en cinco partes de alrededor de 20% cada una.
En las legislativas federales de 2015 el pastel se repartió así: 29% para PRI, 21% PAN y 20% PRD-Morena. El reparto de curules fue inequitativo por el factor plurinominales: con 29% de votos, el PRI se quedó con 40% de legisladores.
Decepción
Los datos revelan la debilidad del sistema de partidos y por razón lógica la fragilidad de la legitimidad política. A la dispersión de fuerzas políticas ha correspondido también un fortalecimiento de organizaciones ciudadanas con movilizaciones que han detenido decisiones de poder. Paradójicamente, la Presidencia de la República es más fuerte por el ejercicio del autoritarismo institucional, pero menos eficaz en su movilidad de decisiones.
Si la estructura dispersa del poder político mexicano exige una reforma de fondo del sistema-régimen-Estado, las élites prefieren la debilidad a la pérdida. La única forma de romper con la debilidad del próximo presidente de la República que podría gobernar con 28% de los votos sería el establecimiento de la segunda vuelta presidencial para que la base electoral sea de mayoría absoluta, pero el PRI, el PAN, el PRD y Morena tendrían que entrarle al juego de los pactos en un ambiente en el que nadie quiere pactar sino que todos quieren ejercer su poder político.
En este contexto 2016 servirá para conocer el grado de fragmentación del poder político. La utopía consiste en suponer una gran reforma política pactada para reconstruir el régimen desde sus estructuras, pero las élites mexicanas no son las españolas de Adolfo Suárez de 1976-1978 sino las soviéticas de 1989-1991 que desbarrancaron la intención de Mijail Gorbachov.
Por eso en materia de reforma y transición 2016 será otro año de decepción.