De nueva cuenta el fantasma del abstencionismo electoral ronda no solo en las urnas, sino además en las expectativas de los partidos políticos. El problema no radica en el hecho de que el sistema electoral es de resultados y gana quien más votos acumule, sino en que el abstencionismo es una prueba de la crisis de legitimidad del sistema político representativo.
En una encuesta de la empresa Prospecta Consulting sobre las tendencias de los votos para las elecciones legislativas de este año se percibe una parte aún no reconocida de la crisis política: la ineficacia de los partidos como mecanismos de representación e intermediación.
El contraste es evidente en las últimas elecciones: han aumentado los llamados a anular el voto, a votar en blanco o a abstenerse de ir a las urnas, mientras cada día se presentan movimientos sociales que ejercen el poder vía la democracia directa.
Las cifras de abstención en elecciones presidenciales ilustran la apatía social a pesar de conflictos que exigían la voluntad popular: 48% en 1988 con la ruptura del PRI y el avance de Cárdenas; 22.8% en 1994 en medio de la guerra en Chiapas; 36% en 2000, año de la alternancia; 41% en 2006, el año de la diferencia de medio punto entre Calderón y López Obrador, y 37% en 2012, el del regreso del PRI a la Presidencia de la República.
En elecciones de medio sexenio para renovar la Cámara de Diputados federal el abstencionismo ha crecido de 34.4% en 1991, en que el PRI regresó con toda su maquinaria y aplastó al PRD, a 55% en 2009, con el pico de abstencionismo de 58.8% en 2003 en que Fox pidió mayoría absoluta para el PAN y el PRI logró salir del sótano.
En la lógica política de los partidos, 45% se ha convertido en una especie de piso electoral: arriba de esa línea de flotación indicaría un sistema con poca legitimidad pero al final de cuentas viable en comparación con otros. Pero debajo de esa línea mostraría una severa crisis de legitimidad política.
Rupturas
Un punto central del problema se localiza en que el fracaso en la construcción democrática llevó a las fuerzas sociales a salirse de la institucionalidad sistémica y pasar a la democracia directa de movilizaciones al margen de las instituciones. Además, existe el dato contradictorio: López Obrador ha descalificado consistentemente la validez de las instituciones electorales y ha querido ganar elecciones por la presión de las masas en las calles, pero el año pasado solicitó el registro para su partido-movimiento de masas.
La contradicción es profunda: antes de las elecciones del próximo 7 de junio buscará López Obrador desvirtuar el valor político de la autoridad electoral, pero necesitará acumular votos para obtener el registro definitivo para su partido. Y los aliados radicales del PRD han aumentado la intensidad de sus protestas callejeras al margen del sistema político y de las instituciones y con ello están demostrando que de nada sirven las decisiones en el sistema representativo electoral, porque a la hora decisiva solo vale la violencia callejera.
La parte negativa de la crisis de legitimidad radica en el hecho de que el sistema político no tiene instrumentos para lidiar con las rupturas sistémicas. Y que la crisis del sistema político está obligando a una gran reforma institucional que hasta ahora ninguna fuerza política parece estar convencida de iniciar.
El problema que viene será otra fase de la crisis: un proceso electoral que tendrá instituciones sin legitimidad de las urnas y movimientos sociales crecientes que operarán como grupos callejeros de presión.