En agosto de 2006, en esta misma revista Vértigo escribí un largo análisis sobre los escenarios de la transición mexicana y llegué al tema de las opciones: seguir el camino de la transición española o ahogarnos en la transición soviética. Hoy los datos apuntan a una mixtura: avance en algunas reformas, pero una manera de balcanización política.
El fondo del problema se localiza en el hecho del que a veces ni siquiera la oposición se ha percatado de ello: el fin histórico del proyecto nacional de desarrollo del PRI.
La crisis política de 1968, la crisis económica de 1981 y la crisis de los acuerdos sociales en 1982 no lograron convencer a las élites de que el país necesitaba otro proyecto de desarrollo.
La excepción fue Salinas en 1991-1993: se adelantó al colapso de la Unión Soviética y a la globalización, pero su proyecto de desarrollo no pudo o no quiso enterrar el del PRI.
De 1994 a 2013 el país ha oscilado entre decisiones que buscan parchar el proyecto y algunos destellos de miradas hacia el futuro. Sin embargo, el lastre que ha impedido el gran salto cualitativo ha sido justamente el proyecto nacional priista atado a la historia y no a la necesidad de construir nuevas opciones de desarrollo.
El país ha experimentado posibilidades de acuerdos plurales, pero los ha ahogado en la parcialidad de los intereses: Echeverría creó las comisiones tripartitas, López Portillo creó un consenso contra la pobreza, De la Madrid magnificó el colapso para ganar espacios, Salinas manejó los medios vía Pronasol para lograr grandes reformas estructurales, Zedillo catapultó la crisis económica con un acuerdo político por la alternancia y Fox y Calderón perdieron la oportunidad de la alternancia.
Ahora el presidente Peña Nieto sorprendió con el Pacto por México firmado con el PAN y el PRD, pero a la hora de las grandes decisiones la oposición se empequeñeció y perdió el enfoque del cambio de modelo de desarrollo: el PAN y el PRD perdieron las elecciones, pero han cogobernado sin un proyecto de instauración democrática ni de instauración del desarrollo. El Pacto se redujo a una oficina de distensiones políticas con reparto de decisiones.
Ni modo
El Pacto debió haber sido algo más que un acuerdo de agendas legislativas. Y ahí la oposición se vio pequeña: cómo colar algunas de sus posiciones doctrinarias, no refundar el modelo de desarrollo.
Paradójicamente, el Pacto ha sido la oxigenación de la oposición pero el fortalecimiento del PRI. En realidad no se trataba de objetivos tan reducidos. En España, en 1977, el presidente Adolfo Suárez utilizó las negociaciones con todas las fuerzas políticas y sociales no para un programa de gobierno o para reformas parciales, sino para un gran proyecto transformador del modelo de desarrollo español.
En cambio, Gorbachov no entendió la transición: se conformó con desmantelar el viejo régimen, careció de un proyecto de alternancia y no supo construir el nuevo modelo de desarrollo. Así, la URSS se desmembró y Rusia quedó en manos de una oligarquía autoritaria que tiene al país sumido en la misma pobreza que el viejo régimen comunista, aunque ahora en nombre de la democracia.
México parece haber perdido la oportunidad de la gran transformación. El Pacto dará algunas reformas que dinamicen un poco la economía, pero manteniendo los grandes obstáculos estructurales del viejo Estado priista gracias al neopopulismo del PAN y el PRD.
Ni modo, no se pudo más.