La Fantasía del caminante es una de las obras románticas por antonomasia. Cuando se escucha ese piano recorrer los más variados registros del alma humana, entiende uno que solo un hombre como Schubert pudo emprender esa obra.
Y digo esto porque Schubert vivía inmerso en su propia realidad, con la mirada siempre puesta en el más acendrado espíritu de la tragedia. Y aquí es de llamar la atención que Schubert se asumiera como trágico, pues en el fondo le atraía la vida convencional —¿y acaso no principia en esta dualidad, o mejor dicho, en estas concepciones antagónicas de la vida, el principio de toda tragedia?
Digo que cuando se escucha la Fantasía del caminante todo parece ir encaminado hacia un punto lejano, inusitadamente lejano en el horizonte, más allá de toda proporción, donde la vida se vive en plenitud, y por plenitud entiendo intensidad.
Franz Schubert provenía de una familia feliz y tradicional, donde los roles eran cumplidos en el marco de los cánones de la época. Una familia sin conflictos, caracterizada por el amor a la música y, más que eso, su febril actividad musical. Ahí se creó Schubert y de allí salió a conquistar no el mundo sino el corazón de una mujer, y de otra y de otra y de otra, porque —y he aquí el motor de su tragedia— no logró jamás que ninguna mujer le correspondiera. Lo cual fue ideal para él, sin duda el mejor caldo de cultivo para mantener muy en alto la bandera de la inspiración —que es la del fracaso amoroso, la de la pobreza (para el romanticismo es inconcebible un artista potentado), la del desprecio a que se ve sometida aquella obra; requisitos que se cumplen al pie de la letra en el caso de Schubert—, aun a costa de que serios desequilibrios mentales asomen la nariz en la salud de ese hombre.
Cómplice
Pero no especulemos. Schubert no murió loco, pero sifilítico sí. Claro que de haber sobrevivido a la sífilis habría terminado en un manicomio, como le sucedió a Maupassant. Que los trágicos también son proclives a vivir en celdas de hospital para enfermos mentales no es novedad para nadie y ahí está Schumann para comprobarlo. Y Hugo Wolf, por supuesto. Pero ya les contaré después sobre eso. Regreso a Schubert. A ese grande compositor y gran caminante, actividad que, siempre y cuando se llevara a cabo en el campo, un romántico anteponía como primaria, antes que ninguna otra, en cuyo despliegue era posible sobrevolar —tal cual el ave en plena libertad— los campos fértiles del arte o bien las parcelas de desdicha por venir. Con el ejemplo de Beethoven llamándolo a gritos, urgiéndolo al sufrimiento, Schubert emprendía grandes caminatas por zonas aledañas a su Viena natal. Y no es difícil imaginar los sentimientos que fustigarían su imaginación y que llegando a casa —no a la propia; a la casa de cualquier amigo, donde pasaría aquella noche— se traducirían en ideas musicales. La mejor cómplice de la devastación es la soledad y el mejor modo de estar solo es caminando. Cuando se camina se tiene delante de sí todo lo que jamás se podrá conquistar, que es lo que mueve a dar el siguiente paso.
En eso consiste la belleza de esta obra para piano solo. La Fantasía del caminante es justo una larga caminata de la mano de Schubert por los avatares de su trágica vida que, por cierto, no sobrepasó los 31 años. Uno de los más altos genios de la música —cuyo mayor honor consistió en ser uno de los que cargaron el féretro de Beethoven—, muerto cuando la vida apenas empezaba a sonreírle.