¿DEMOCRACIA PARTICIPATIVA?

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Guillermo Perea
Columnas
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En todo Estado moderno es deseable la participación comprometida e informada de los ciudadanos en los asuntos públicos. Dicha contribución no es limitativa para lo electoral que periódicamente se desahoga como imperativo de la democracia. Es más: la vía electoral debiese ser un instrumento más de confirmación de la preferencia informada para la contratación de funcionarios desde las urnas.

Sin embargo, existe un trayecto más amplio para ahondar en un campo que en las líneas de un discurso luce prometedor pero que en la práctica queda a deber en un México que, si bien más consciente del quehacer gubernamental, no ha explotado el potencial de influencia en ejercicios de exigencia y determinación de rutas que en conjunto componen la bien llamada democracia participativa.

El artículo 40 constitucional establece la radicación del poder en el pueblo y enuncia a la democracia como un estilo de vida junto a otros elementos representativos de nuestra composición como nación. En ese origen nos concebimos como demócratas natos y en el lustroso papel de la Carta Magna nos reafirmamos en un crisol que debería llevar a cada uno de los mexicanos a tener intervención real al momento de tomar decisiones de afectación común. Pero a pesar de una larga trayectoria y una enorme ganancia en el camino el ritmo del cambio hacia la participación plena en lo público ha estado condicionado y por momentos ralentizado por los intereses del Estado mismo.

La agrupación de intereses de la sociedad se ha visto al igual cooptada por organizaciones que generaron representatividad a través de cúpulas que diluyeron el cometido fundamental para la protección y ejercicio de derechos. Pero el momento actual, a pesar de los tropiezos y trabas, se colma de festines para anunciar esa cercanía deseada a efecto de que el pueblo mexicano incida en una decisión trascendente para el país. Nos referimos a la consulta popular a efectuarse en agosto próximo.

Cuestionamientos

El evento rebosa de cuestionamientos sobre su pertinencia y efectividad. Muchos de ellos con sobrada justificación ante su mecánica y efectos, por lo que pone en entredicho anticipado la veracidad de su resultado y reluce una irresponsable implicación económica en tiempos de astringencia. Tal vez hemos mal entendido el sentido real de transitar hacia la transformación social y democrática de manera activa. No es un problema de marco legal, ya que la Constitución misma prevé la figura de la consulta como un mecanismo de participación para que los ciudadanos se expresen sobre temas de real trascendencia nacional.

Puede incluso llegar a edificarse más allá de una simple opinión, puede tener efectos vinculantes si la participación rebasa 40% de la Lista Nominal y portaría los efectos de mandato para la autoridad correspondiente. Este ejercicio de la democracia en ciernes brota de un largo proceso legislativo que data de hace más de una década.

Además se fortificó con la adhesión de nuestro país a diversos instrumentos internacionales que nos marcan ruta, como la propia Carta Iberoamericana de Participación Ciudadana en la Gestión Pública de 2009, que mandata la implementación de mecanismos de universalización de la representatividad política.

Tampoco enfrentamos un problema de herramientas institucionales: contamos con garantes como el INE, que se ciñe a cumplir con lo obligado, aunque con un perceptible engrosamiento de lo presupuestado para llevarlo a cabo.

Estamos entonces ante un problema de trivialización del ejercicio y de contaminación política que solo ofrece narrativas convenientes a lo que de antemano ya tiene un sendero dentro de lo legal. La justicia no se consulta, se ejerce por todas sus vías y caminos; aun cuando asoma confusa esa trascendencia nacional, la pregunta misma y el fondo de la consulta están corrompidos de origen. La democracia participativa busca el incremento de la colaboración activa del ciudadano en la cosa pública para aumentar su capacidad de injerencia en la vida colectiva; la democracia participativa no bordea los esquemas institucionales.

No es una expresión unívoca de la voluntad social, pero su manifestación puede garantizar derechos económicos, sociales ambientales, culturales o políticos. Es una vía de legitimación efectiva que desafortunadamente en el caso del “enjuiciamiento a los expresidentes” solo generará sinsabores que difícilmente se irán con el tiempo. Al tiempo, pues.

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