NORMALIZAR LA BARBARIE

No es justificable la acción sumaria que equipara a la víctima con el victimario.

Guillermo Deloya
Columnas
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De nada sirven los ruegos entre sollozos ni las promesas que con arrepentimiento se hacen para “no volverlo a hacer”. Cuando caen en esa masa amorfa de puños y pies que mancillan a mansalva la integridad, sencillamente no hay escapatoria ni ruego de piedad que valga; la ira, la necesidad de retaliación, la turbación aderezadas con la impunidad y el anonimato, son la mezcla precisa para llevar a la justicia de barrio a quienes nos lesionan en los patrimonios y en el físico.

La irracionalidad convertida en un cometido ilegal que parece encontrar normalidad en sociedad y Estado. Por supuesto nos referimos al acto de hacer justicia por propia acción o lo que es comúnmente conocido como “linchar”.

Recientemente aplaudidas y viralizadas en las redes sociales fueron las imágenes de aquel que quiso sumar a la estadística de robos en transporte público: el ladrón que por su impericia cayó en las manos de un puñado de “valientes”, que ahora son presentados como héroes de un México que en muchos rincones agotó ya su paciencia para esperar justicia.

Aquel desdichado que pretendió engrosar los tres mil 204 robos ocurridos en este año en la carretera México-Texcoco hoy se debate entre la vida y la muerte por caer en esas garras que hacen con frustración acumulada por años de verse negados, no solo del acceso a la justicia tan prometido por nuestro régimen constitucional sino por la marginación y la privación de derechos sociales que los ponen en un estado de alerta permanente donde, de existir la maravillosa ocasión, destaparán toda esa acumulación infecta sobre el físico de uno que se encuentra en el cada vez más grande bando de los malosos del país.

Impunidad

Lejos ha quedado el referente histórico que horrorizó la vida pública en el lejano 1968 cuando, por ignorancia y fanatismo religioso, fueron linchados los estudiantes de la Universidad Autónoma de Puebla en el pueblo de Canoa.

Más allá de sorprendernos y alarmarnos los actos de justicia por acción propia cada vez más dividen la opinión entre aquellos que condenan con energía el acto de barbarie y aquellos que ven estos eventos como la consecuencia y destino justos para los delincuentes. De ahí que, cobijados por el cálido sentido de la impunidad, donde difícilmente se lleva ante la justicia a aquellos perpetradores de los perpetradores, el terreno se hace fértil para que este hecho delictivo se incremente.

Para ejemplificar con estadística: en años como 1997, 2010 y 2013, aún se contaban estos sucesos por aislado y no pasaban más de la cifra de una decena. Sin embargo a partir de 2015 existe un boom que ha sido incremental con los años hasta llegar a un pico máximo en 2018, cuando se linchó a 174 personas en el territorio nacional.

Lo complejo de un evento como el conocido del ratero de la combi es la banalización que se hace del suceso y cómo se normaliza desde la perspectiva de la mofa y lo simplón. La lluvia de memes y hasta la sacralización de los héroes golpeadores por medio de una cumbia son muestra de que no dimensionamos el peligro que implica dirigirnos a una tierra sin consecuencias. Es absolutamente reprobable la conducta delictiva de quien priva a alguien de su patrimonio, de quien lesiona o de quien asesina. Pero el fuego ahí sí no se apaga con el fuego. No es justificable la acción sumaria que equipara a la víctima con el victimario; el camino, con todos sus defectos y accidentes, sigue siendo el de la ley y las instituciones. A nadie conviene extender el resbaladizo sendero de la autojusticia hacia otro tipo de confines que podrían llegar a transgredir patrimonios o vidas siempre y cuando se apoye en una masa colectiva que esté presta a incendiarse. Serían justificables de igual forma las invasiones, los despojos o la privación de la vida o el infligir lesiones si es que se considera conveniente hacerlo y si no hay Estado que lo impida.

El complejo de problemas diarios del país no aguanta un componente tan pútrido como lo es la suplantación de la justicia de los tribunales por la “justicia” de la percepción colectiva. Repito, el camino sigue siendo la ley.