¿OTRA NUEVA NORMALIDAD?

Sociedad polarizada.

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Columnas
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La avasalladora ola azul que amenazaba con limpiar el territorio estadunidense de los atávicos republicanos y subrayadamente del “trumpismo” sencillamente no llegó. Sin embargo la elección del vecino país deja una enseñanza propicia para el análisis en dos vertientes: la aparente antipatía electoral y la intención real de voto ya no es un factor de fácil avistamiento y, la más preocupante, los rasgos notoriamente negativos de un candidato o los resultados caóticos de un mandato por parte del gobernante no siempre son determinantes para castigarlo en las urnas.

El primer componente mencionado debe ser una alerta para las casas encuestadoras, así como para los analistas y consultores políticos que se venden con grandilocuencia profética. Desde el rigor científico aportado por George Gallup en 1936, pasando por el auge de sondeos a finales del siglo XX, no se identifica un escenario con previsiones tan dispares y hasta notoriamente erróneas por parte de la gran mayoría de firmas que daban a Biden como el ganador absoluto en estados donde la realidad apersonó un triunfo republicano. Este punto de inflexión debe ser determinante para el diseño de nuevas metodologías aplicables a escenarios de alta desconfianza. La revelación de la intención de voto se ha vuelto un bien personalísimo protegido con la más alta seguridad y secrecía: ya no es fácil acceder metodológicamente a un dato cada vez más oculto y que a su vez constituye el elemento de mayor incidencia en las previsiones futuras para cualquier campaña política. Las encuestadoras han escrito un episodio de descrédito como quizá ningún otro en la historia de las elecciones en el país; épico esfuerzo se avecina para su rediseño y nuevo posicionamiento en sociedades que han relegado la concesión en el anticipo de datos a un plano de confidencialidad absoluta.

Réditos

Por otra parte también en el cauce medible estuvieron las características personales de los candidatos, mismos que dibujaban a Trump con un listado interminable de defectos que, sin recato alguno, eran repudiados por hasta 73% de los norteamericanos según los datos de varios sondeos. Comprobado queda que en el muy oculto parecer del vasto universo votante prorepublicano no era así. El rechazo dibujado para un candidato desde la encuesta puede ser un pantano pegajoso que no se correlaciona necesariamente con la intención de voto.

Ese sendero de análisis presenta una cuestión de fondo mucho más peligrosa. El nivel de votación que obtiene un personaje notoriamente identificado como un misógino, arrogante, supremacista racial, egocentrista, megalómano y demás adjetivos adquiridos en la trayectoria de cuatro años de gobierno permite comprobar preocupantemente que el discurso político basado en el odio y la confrontación que polariza pueblos enteros aún es vendible con enormes réditos. Trump convirtió la elección en una especie de bravata callejera donde cualquiera está invitado a saciar sus frustraciones mediante la violencia y la intolerancia plena. El presidente republicano supo hablar a quienes largamente han guardado un anhelo destructivo en la tierra de las oportunidades, pero de las oportunidades para ellos negadas.

Con mayor frecuencia los distintivos simbólicos de separación y odio empiezan a tomar sentido en una sociedad norteamericana identificada con lo impensable. El campo se ha hecho fértil para el divisionismo propagado por un movimiento que encabeza Trump y que amenaza con ser un persistente recordatorio de que, cada vez más, el país del norte opta por el repudio del pensamiento diverso y aloja con mayor ánimo el egoísmo nacionalista disfrazado de protección a la patria. En esta época es increíble que ondeen garbosas banderas confederadas o que la piel de la juventud aloje tatuajes de retadoras esvásticas como un recordatorio de orgullo ante lo que debería aún causar repudio histórico.

Y sumado a lo anterior el desastre en el último tramo de gobierno, donde la pérdida acelerada de empleos y el criminal manejo con desprecio de la ciencia de una pandemia que deja cientos de miles de muertos no fue suficiente para el destierro político de Donald Trump. Me atrevo a afirmar que hoy por hoy parece no haber claridad en la relación de premio-castigo electoral ante los resultados de gobierno en sociedades altamente polarizadas. ¿Una “nueva normalidad” en la política? Confío en que aún existen sensatos enfilados a servir y gobernar, esperando que ciudadanos informados los elijan conscientemente.

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