PRÍNCIPE Y SAPO

La mecánica de la traición ha sido la misma durante siglos.

Columnas
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El desprecio y a veces represalias sobre aquel que traiciona la confianza de los suyos ha sido común en el camino de la historia. A nadie agrada un actuar acobardado que busca el salvamento del pellejo propio y, sin embargo, parece que estamos siendo permisivos como sociedad al ver con mayor normalidad la redención de personajes del pasado quienes, profundamente arrepentidos de su actuar, vuelven con una espada flamígera a acusar a aquellos que los obligaron a delinquir.

No es casualidad que este planteamiento suene profundamente familiar en estos días y, repito, nada nuevo hay bajo el sol.

Desde las elaboradas figuras adoptadas del Derecho romano y arraigadas en la Inglaterra medieval, con las cuales un ciudadano estaba en aptitud para presentar en nombre del rey un alertamiento ante cualquier tipo de agresión que lesionara al reino, hasta las declaraciones de un Emilio Lozoya que se acoge elegantemente a los beneficios del criterio de oportunidad y trata de borrar su personal culpa en los sucesos que hoy aborrece: la mecánica de la traición ha sido la misma durante siglos.

El “sapo”, el “whistleblower”, “el testigo protegido”, el beneficiario del “criterio de oportunidad” coinciden en los modos que, por interés o por urgencia, los llevan a señalar con el dedo a culpables y en muchos casos también a inocentes.

Interminables son los casos de la vida real y numerosos por igual los que la novela y el cine han enaltecido como paladines de la justicia. Qué recuerdo de personajes hollywoodenses como Frank Serpico, de Al Pacino; Karen Silkwood, de Meryl Streep; Erin Brokovich, de Julia Roberts; Jeffrey Wigand, de Russel Crowe, y ni qué decir del Terry Malloy, de Marlon Brando. Todos ellos apostados por una causa justa prefirieron el enorme riesgo de la verdad que la afrenta de la deshonra que implicaba un silencio de cómplices. Casos que, en la cuadratura de la pantalla, hacen ver al delator como una figura que amerita el aplauso; cuestión que dista kilómetros de una realidad mexicana donde la figura solo podría prestarse a un lamentable espectáculo montado para la opinión pública más que para estar en el cauce de una historia de reivindicación y legalidad.

Morbo

Basta recordar algunos antecedentes que a más de uno deberían hacer bajar la mirada hacia el piso por la vergüenza que debió de experimentarse ante un montaje tan ridículo. Casos como el de La Paca, vidente elevada al grado de investigadora que Pablo Chapa Bezanilla enalteció dolosamente en su actuar como fiscal. He ahí una prueba de lo maleable que puede resultar ese ejercicio de justicia procurada por alguien que, de entrada, carecería de credibilidad alguna para señalar. Esa credibilidad tendría que estar fincada en una actuación desapegada de los intereses o los pavores como motivos para constituirse en eficiente denunciante.

Emilio Lozoya actúa bajo los efectos del miedo y la presión, más allá de un actuar encarrilado en un motivo de justicia. Ahí es donde radica la principal debilidad para hacer sólido un caso que se debería estar argumentando en las vías de la legalidad y no en aquellas que solo procuran un consumo morboso de insumos inciertos dentro de la opinión pública y los círculos periodísticos. Por otra parte, es obligación constitucional de la Fiscalía mantener la secrecía suficiente a efecto de no develar datos que entorpezcan investigaciones sumamente delicadas como la que se tiene en curso. Sorprende una actitud desparpajada del fiscal quien, con ligereza, ya ha condenado a Enrique Peña Nieto y a Luis Videgaray ante el sentir del ciudadano común.

Difícilmente servirán en adelante los argumentos de defensa del expresidente y el exsecretario de Hacienda, cuando sobre ellos ya pesa una sentencia informal por haberlos mencionado en ese ya muy pantanoso terreno de los dichos de un Lozoya acorralado. De no resultar culpables por la vía del Derecho estaremos ante las tres pistas de un circo que nos convoca a un espectáculo distractor de los graves problemas nacionales.

Mientras tanto encontramos en el centro de gravedad de este caso a un exdirector general de Pemex que ha recibido un trato de realeza. Concesiones y prebendas que lo alejan de cualquier responsabilidad personal en el caso… un príncipe que con un canto engañoso penosamente solo se pinta como un sapo.