En semanas recientes, de manera muy desafortunada, nos hemos visto sorprendidos por una serie de eventos violentos donde el despliegue y uso de armamento potente ha sido la constante para explicar el notable número de decesos.
Las reacciones de la mayor parte de columnistas y analistas ha sido, por decir lo menos, pendular: extrema. Sin ninguna otra base que la comodidad de sus sillones dejando galopar su imaginación hasta donde creen encontrar algún indicio que refuerce sus planteamientos.
Estamos así ante un serio problema que va de la franca ignorancia a la mala fe. Mientras que con un rasero se miden la violencia criminal y las acciones corrosivas de los delincuentes, cuando se hace, pasan esos puntos de vista a la implacable severidad de la especulación cuando del actuar de los integrantes de las Fuerzas Armadas y corporaciones policiacas federales se trata.
Esto propicia un debate difícil de explicar: entre la anestesiada aceptación de que la violencia criminal “así es” a la severidad especulativa contra las operaciones de las fuerzas del orden.
Lo sucedido en Tanhuato, como antes en Tlatlaya, ha merecido dentro y fuera del país calificativos o descalificaciones que muy lejos están de sostenerse en documentos, peritajes, actas o circunstancias; es decir, los datos con los que cada posición crítica debiera contar y no solo con el predominio de la subjetividad, que para este tipo de situaciones muy poco ayuda. En ningún caso puede estarse de acuerdo en que para aplicar la ley debe o puede violarse la misma. Quienes en la lucha contra el crimen organizado lo han hecho, se encuentran sujetos a investigación y proceso.
Objetividad
La inexplicable pasividad de las autoridades mexicanas y estadunidenses para dejar pasar armamento cada vez más potente es lo que en muy buena medida ha incrementado la capacidad de fuego de los delincuentes.
Tan es así, que hasta en un Ministerio Público de la delegación Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, intentaron “rescatar” a un jefe criminal. Esta audacia, sin generalizar, sí es en cambio un indicador que al desarrollarse en la capital del país merece una profunda reflexión.
En las condiciones en que se encuentran varias partes del país, incluyendo desde luego a Michoacán, llama la atención cómo a pesar del paso del tiempo y la aplicación de medidas, sobre todo por parte de autoridades federales, la situación con objetividad ha cambiado poco. Por eso esas zonas tan castigadas por la actividad criminal tienen en las elecciones del próximo 7 de junio un recurso fundamental para darle una sólida base de legitimidad a quienes resulten ganadores.
Mientras, seguimos instalados en la “feria de la especulación” en tanto las dinámicas sociales locales siguen haciendo frente, solo con el respaldo de las Fuerzas Armadas y la Policía Federal, a la corrosión de delito. Lo que preocupa es que teniendo el privilegio de un espacio en los medios de comunicación, en estas circunstancias verdaderamente difíciles se aprovechen para que sin sustento ni investigaciones consistentes se hagan insinuaciones y se siembren sospechas con el único y cuestionable fin de adquirir notoriedad y nuevos espacios de influencia.
Estamos por cumplir diez años de la aplicación de la Operación México Seguro, que comenzó en junio de 2005. Fue en aquella época la primera vez que las Fuerzas Armadas actuaron bajo las órdenes de la autoridad civil, de manera intensa y extensa, contra el crimen organizado en zonas urbanas. Es momento de hacer una evaluación, ajuste y corrección.