Este de ninguna forma es, por supuesto, un tema nuevo: ni en México ni en Estados Unidos ni en el mundo prácticamente. Incluso se ha ido ampliando en cuanto a su estudio, consecuencias, tendencias y aspectos jurídicos. Sobre todo a partir de la eventual relación, poco demostrada, entre grupos delictivos y terroristas, sobre la línea divisoria en cuanto a las responsabilidades esenciales del Estado para preservar la ley y la paz con más frecuencia se escuchan voces para la aplicación de mayor y eficaz fuerza para recuperar la tranquilidad.
La agudización y la manifestación de situaciones críticas, como son las observadas en varios municipios de Michoacán, forman parte de esa explicable y, a la vez, complicada tendencia de exigir más fuerza ante el aparentemente incontenible avance de la violencia delictiva.
La serie de expresiones de inconformidad social no deja lugar a dudas. En días pasados se han sumado ocho poblaciones de la Meseta Purépecha para solicitar más presencia de las Fuerzas Armadas y la Policía Federal ante el embate cotidiano y destructivo de la criminalidad.
Así como en Michoacán, hay zonas de otros países que al encontrarse controladas por la delincuencia logran imponer sus normas (que no leyes, aún) para tratar de encontrar soluciones a la violencia que ellos mismos han generado.
Tal es el caso del acuerdo entre las pandillas de maras en la capital de El Salvador. Solo así se lograron reducir sustancialmente las tasas de homicidios y de violencia, lo cual dejó en evidencia la incapacidad o ineptitud de las autoridades para alcanzar o protagonizar una fórmula que permitiera la reconstrucción de la ley y el orden.
Respaldo
Y esa es una vertiente que hace falta analizar en los severos desafíos lanzados por un grupo de delincuentes a la sociedad y el Estado mexicanos. Es decir, que también los destinatarios de las imágenes y hechos violentos sean sus competidores para que se den cuenta de hasta dónde están dispuestos a llegar con tal de desplazar o aniquilar a sus rivales. Ni las Fuerzas Armadas ni la Policía Federal cuentan para ellos al momento de defender sus oprobiosos negocios de tráfico de enervantes, secuestro, extorsión y otros.
Por eso, ante ese muy delicado cuadro, la recurrencia a las Fuerzas Armadas, en primera instancia, ya no es un asunto de carácter optativo: es una auténtica obligación del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, seguirse apoyado de manera fundamental en la capacidad preventiva, inhibitoria, disuasiva y de contención del Ejército mexicano, la Armadas de México y de la Fuerza Aérea mexicana.
Como en pocas ocasiones, queda claro que sin su decidida participación la posibilidad para recuperar esas zonas de manos del crimen organizado no podrá darse.
Ni las autoridades locales ni la gestión de los programas y aplicación de presupuestos lograrán en el mediano plazo el éxito, si antes y mediante la presencia de la fuerza física del Estado no se restaura la confianza de las comunidades en la autoridad, las instituciones y las leyes. Al final, se trata de tener en el presente las condiciones para diseñar el futuro. De ese tamaño es el desafío que tenemos por delante.
Por eso la participación coyuntural, a petición de la autoridad civil, de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, debe ser vista y apreciada como un auténtico servicio a la nación. El compromiso ciudadano es, así, el de respaldar y reconocer tan significativa labor. Es mucho más que un mero asunto de ideologías.