La ciudad de la furia

Uno recuerda ese verso borgiano que es más real que la porteña blondi.

Porteños sabios
Foto: Creative Commons
Columnas
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La sombra del gaucho se extingue en la Pampa y en el Mar del Plata aparece el porteño, la fauna autóctona de guapos, plantados ante el destino, en estos días de lluvias en la llamada ciudad de la furia por el célebre rockero Gustavo Cerati, en que cada quien se querella con el otro o con sí mismo a falta de rival.

Uno recuerda ese verso borgiano que es más real que la porteña blondi: “Nadie vio la hermosura de las calles/ hasta que pavoroso en el clamor/ se derrumbó el cielo verdoso/ en abatimiento de agua y de sombra”.

Ciudad de la furia, si bien también de la contemplación, del silencio extendido en sus tardes crepusculares, en los muros de los almacenes abandonados en el viejo Buenos Aires.

En la catarsis futbolera de los cafetines, con su personalidad propia e inimitable; en el enojo de los argentinos peleando con el tránsito en la Avenida 9 de julio; con el transporte público; con el taxista que todo lo sabe, a falta de la piedra filosofal, que lo mismo da cursos del arte de la vida que del enigma de las mujeres, de la metafísica del balompié, del verdadero Perón, de las virtudes de la presidenta Cristina y de “los defectos que la hacen mujer”; de un México donde se desfilaba a caballo y con un rosario de cananas; de la crisis del euro; de que Putin ha “agarrado bien a los gringos”; del matadero en Oriente Medio, y de lunfardo, ese lenguaje peculiar poblado de argentinismos de etimologías laberínticas y receta: “En la estafa el gil —el otario—ve los objetos con que va a ser robado”, recordando a Lugones, antes de dar un frenazo.

A las corridas va el porteño por Florida. Hileras de jubilados serpentean en las veredas de los bancos para cobrar una pobre esperanza, hasta el momento en que la ciudad se dobla sobre sí misma y se empaca en bloques de granito, de moles umbrías, de montañas urbanas; hasta que la homérica aurora pinta nuevamente el cielo de rosado y el porteño cumple los deberes que la aldea global ha marcado desde la “jaculatoria del día”, que llamaba Camus, la lectura del periódico y los comentarios variopintos y vocingleros, pues cada argentino es en sí una potencia intelectual, algo portentoso, ché…

Dominios

Mas ello no quita que, de pronto, un gilastrón diga boludeces que rebasan las tonterías, como que Maradona ya no sabe dónde quedó la bolita u otras blasfemias semejantes; en los cafetines, donde los hombres viejos —mis bigotes tártaros me dan derecho de sentarme, ya casi blancos— tirando de los años, tomando un vasito de ginebra en un bar decorado con fotos de Gardel, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche, Astor Piazzola, Aníbal Troilo, Osvaldo Pugliese, mientras se recita la letra grabada en una placa de metal de Cafetín de Buenos Aires:

Cómo olvidarte en esta queja,

cafetín de Buenos Aires

si sos lo único en la vida

que se pareció a mi vieja…

En tu mezcla milagrosa

De sabihondos y suicidas,

Yo aprendía filosofía… dados… timba…

Y la poesía cruel

De no pensar más en mí.

Mas de pronto las calles se cruzan en el mapa imaginario de la lectura y una página salta sobre otra, de la Cuesta del Moyano de Madrid uno pasa a la calle Corrientes, atestada de gente de todas las edades. Ahí hay mesas y puestos llenos de libros muy accesibles, tentadores, económicos, clásicos, recientes y hasta ex libris vagabundos y furtivos.

El porteño lee mucho, y lo hace mientras se desplaza en los colectivos, en los subtes, en los trenes, sosteniéndose con gracia ya dominada para no caerse de tanta sabiduría.

La ciudad se cierra en la noche y en la quieta calle de San Telmo se oye Quejas de bandoneón.

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