DE MUSEOS A MUSEOS

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Hace muchos años visité el Museo del Prado por primera vez. Fui en aquella ocasión con mi maestro, Demetrio Llordén, para quien era además su primer retorno a España después de décadas de vivir en México. Había conocido muchos museos a lo largo de mi vida, pero esta visita tenía un significado especial.

Para mi sorpresa, mi maestro se mostraba displicente y taciturno. Supuse que su actitud se debía al cansancio del viaje, puesto que no correspondía en lo absoluto con la mía: apenas podía contener el entusiasmo de encontrarme finalmente con Las meninas. Más tarde me compartió la razón de su disgusto: se había encontrado con un Prado muy distinto al que recordaba. Ahora había pisos de mármol en vez de madera, iluminación artificial en vez de natural y habían quitado un espejo que provocaba que el espectador quedara integrado dentro de la obra maestra de Velázquez. Según mi maestro, todas estas remodelaciones y modificaciones hacían que aquella experiencia desmereciera mucho.

Llordén también narraba con cierta nostalgia cómo en su juventud, por ser estudiante de pintura, los museos le daban acceso a dibujos invaluables y le permitían examinarlos y sostenerlos en sus propias manos. Es natural que los museos evolucionen junto con los tiempos. No parece funcional un piso de madera para soportar el desgaste de las pisadas de miles de visitantes cada día, ni es seguro en caso de incendio; tampoco parece lógico poner a disposición de cualquier estudiante los dibujos de Tiepolo o Rafael. Por el solo hecho de que hasta hace algunos años los museos no tenían que recibir audiencias tan masivas es que podían permitirse más cercanía con los visitantes: había menos personal de seguridad, reglamentos y vidrios protectores entre el arte y la gente. Obras de incalculable valor viajaban por el mundo sin tanto temor al terrorismo o al vandalismo.
Al mismo tiempo, los museos eran recintos intimidantes, custodios del gran arte y de la historia de los pueblos; se entendían como símbolos de virtudes nacionalistas y pretendían educar a los ciudadanos a partir de las narrativas colonialistas e imperialistas acordes a los tiempos. Cuando yo era niño, entrar a un museo provocaba en el público una disposición de recogimiento, silencio y un respeto casi religioso. En cambio, cuando le pidieron hace poco a una visitante que bajara la voz, respondió molesta: “No es un mausoleo, es un museo”. Los paradigmas ideológicos han cambiado y con ellos, también los museos, su vocación y narrativas, sus audiencias y la experiencia del encuentro con el arte.

Hasta antes de la pandemia el acto de ir a muchos museos implicaba compartir el espacio con varios cientos de personas, lo cual afecta inevitablemente la contemplación de las obras. En lugares altamente turísticos, como la Capilla Sixtina, el Louvre o la Galería Uffizi, se hizo casi imposible ver las obras y más aún tener un encuentro contemplativo, pausado, uno a uno con el arte. La relación con los museos en la actualidad también está enormemente mediada por dispositivos móviles y otras tecnologías que a menudo distraen más que aportar valor a la experiencia.

Ya no solo se ha vuelto inviable la itinerancia internacional de grandes obras de la historia del arte, sino que a menudo los museos son renuentes a mostrar al público las obras de su propio acervo. En una ocasión sufrí un gran desencanto en el Albertina de Viena al darme cuenta de que no estaban exhibidas obras originales sino facsimilares. En México también he visto el mismo fenómeno en algunos de los museos más visitados. ¿Para qué visitar un museo? ¿Hace alguna diferencia tener un encuentro con una obra original o con su fotocopia?

También es cierto que los museos actuales son instituciones más inclusivas, diversas y accesibles de lo que fueron hace apenas unos años, tanto en el sentido literal de los recintos que están preparados para recibir a personas con diferentes discapacidades como en sus narrativas curatoriales, académicas y en el contenido de sus colecciones. He visto que muchos museos, casi todos internacionales, han desarrollado un trabajo brillante en relación a sus servicios educativos y estrategias para acercar el arte a los niños. Los museos también han logrado establecer una relación cada vez más estrecha con las audiencias más jóvenes. Por otro lado, la pandemia precipitó la transición de los museos a lo digital a través de visitas virtuales, exposiciones en línea, redes sociales y otros recursos virtuales que han adquirido una enorme importancia, casi tanta como su presencia física.

Todas estas transformaciones, tanto de fondo como de forma, ponen de manifiesto y refuerzan los valores y antivalores de nuestra sociedad. La reflexión en torno del pasado, el presente y un posible futuro de los museos es también una reflexión acerca del rumbo de la humanidad. ¿Cuál es la auténtica vocación y función de los museos actualmente? ¿Cabe todavía hablar de una misión educativa? Si es así, ¿deberían los museos aspirar a ser entidades políticamente neutras, o por el contrario, deberían asumir posturas socialmente activas? ¿Y es posible hacer activismo sin estar al servicio de ideologías, grupos políticos o intereses específicos? ¿Alguna vez los museos han logrado escaparse de ser de una u otra manera instrumentos del sistema dominante en turno?