LA IRA DE LAS MUJERES JÓVENES (Y LO QUE HE APRENDIDO DE ELLAS)

Katia D'Artigues
Columnas
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Comencé a trabajar a los 20, aún sin haber concluido la universidad. Han pasado ya 28 años. Vengo de una familia “tradicional” de los setenta: si bien mi madre trabajaba —solo medio tiempo mientras mi hermana y yo fuimos chicas— la dinámica familiar era bastante conservadora. Típica para una familia católica de clase media de ese tiempo.

Vengo de una familia que abrevó del machismo, como era común a finales de los cuarenta, cuando mi madre y padre crecieron. Mi padre, con fortuna, se salió algo del molde familiar que aprendió, donde el hombre era el eje indudable de toda familia, el proveedor y todo —sobre todas las mujeres— estaban a su servicio. Tuvieron a dos hijas —mi hermana y yo— a quienes educaron en la libertad absoluta y también en la responsabilidad.

Fue gracias al periodismo y a amigas en común que comencé a escuchar y conocer de feminismo, que era una palabra mal vista en mi familia, por prejuicios. Como si las feministas fueran antihombres, marimachas y, claro, nada femeninas.

Varias amigas fueron las que en principio me abrieron los ojos a otras realidades. La más cercana a mi corazón fue Cecilia Loría. También Martha Lamas, Patricia Mercado, Cecilia Soto, Marcela Lagarde. Hoy tengo más que son mis amigas; disfruto de su inteligencia y claridad. Las hay de mi edad, mayores y también mucho más jóvenes.

Pero también creo que pertenezco a una generación que, tras la lucha de muchas mujeres pioneras que abrieron brechas, nos quedamos algo pasmadas. Sí, íbamos ganando espacios en nuestros respectivos ámbitos, pero poco a poco. Se hizo común que por lo menos había que tener una mujer en la mesa para ser algo progre. Una, no muchas. “La” de la foto. O dos. Me acostumbré a ser muchas veces la única mujer sentada a la mesa.

Reivindicación

Creo que normalizamos muchos machismos cotidianos. Ya no, claro, el acoso frontal, los condicionamientos de índole sexual para avanzar en las carreras, aunque siguen existiendo. No por nada el escándalo global del #MeToo. Pero pasamos por alto los machismos cotidianos, esos micromachismos que no son micro, que determinan una cultura.

¿A qué me refiero? A chistes misóginos, por ejemplo. Cuando no reías y afirmabas que no era chistoso te acusaban de falta de humor. “Ya no vamos a poder hacer chistes de nada”, te reclamaban. A referencias supuestamente cariñosas de jefes que te hablaban en diminutivo, con un dejo de condescendencia.

O las muchas reuniones a las que asistías, aportabas ideas y no eran escuchadas… hasta que un hombre decía ¡lo mismo! y entonces la idea era tomada en cuenta. Las referencias constantes a tu cuerpo. “Solo es un piropo, no lo tomes a mal”. O las referencias a que tu actitud de enojo, de legítima frustración por algo laboral estaba directamente relacionado con tu ciclo hormonal. O que te hacía falta sexo. Tal cual.

Todo eso nadie me lo cuenta. Pero aunque molestaba mucho, lo normalizamos.

Y entonces vinieron estas jóvenes de hoy, quienes nos rebasaron. Mujeres jóvenes que gritan. Que sí rompen cristales y hacen pintas. Se embozan si es necesario y dejan claro que vale mucho más una vida humana que cualquier monumento que se puede limpiar.

Que reivindican el derecho a vestirse como quieran y a ser respetadas. A Las Tesis, esa colectiva chilena, cuya canción y coreografía de Un violador en tu camino se convirtió en un claro himno global feminista: “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía”.

Mujeres como Olimpia Coral Melo, quien ha logrado (tras una experiencia propia que la tuvo al borde del suicidio) que la violencia digital hacia las mujeres ya sea una ley, varias leyes. Penaliza el acoso y difusión de imágenes, videos o audios con contenido sexual que una mujer sí mandó a un hombre en particular pero que él no tiene derecho a viralizar.

O Eréndira Derbez, ilustradora y escritora, quien junto con Claudia de la Garza escribió No son micro. Machismos cotidianos (Grijalbo, 2020). Para mí fue revelador leerlas.

Seguimos teniendo mucho en qué trabajar y visibilizar en un país donde 70 mujeres son violadas a diario; con 940 feminicidios el año pasado. Donde aún es común que una mujer gane hasta 50% veces menos por exactamente el mismo trabajo que hace un hombre.

Pero ante el próximo 8 de marzo hoy quiero agradecerles a ellas: las jóvenes vocales, valientes, sororales, quienes nos han dado nueva inspiración y lucha. Gracias.