¿Alguna vez se han preguntado por qué comparamos a gobernantes actuales con figuras históricas? ¿O por qué solemos relacionar sus acciones con las que se hicieron en el pasado? No es un juego intelectual: es una forma de domesticar lo desconocido.
Cuando Adolf Hitler ascendió al poder, políticos, periodistas y analistas se aferraron a un repertorio de paralelos para explicar lo que veían en él. Varios lo compararon con conquistadores, señores de la guerra o tiranos de la Antigüedad. Fue una manera de advertir o pronosticar lo que implicaría su mandato en la política. En el fondo, esas analogías hablaban tanto de su objeto como de quienes las enunciaban.
En los años treinta una de las comparaciones favoritas, sobre todo en el mundo anglosajón, fue la de Hitler con Napoleón Bonaparte. Winston Churchill la usó más de una vez. El paralelo parecía obvio: un líder con ambiciones continentales, dispuesto a reordenar Europa por la fuerza.
La semejanza servía para activar memorias políticas útiles (la coalición contra la Francia napoleónica, la defensa del equilibrio de poderes) y, de paso, para ensayar respuestas: contención, alianzas, rearme.
Claro que tal comparación también revelaba sus límites. Napoleón fue hijo de la Revolución Francesa y de las guerras entre monarquías; Hitler emergió de la derrota alemana, la crisis económica y una cultura política de masas con tecnologías de propaganda sin precedentes. Ponerlos en la misma balanza iluminaba algunos rasgos… y dejaba en sombra otros.
Pero las comparaciones también servían para decir lo que uno había logrado y otro no, con la intención de negar la misma comparación. Así, por ejemplo, un senador estadunidense dijo en 1939: “Hitler nunca conquistará Europa. Nadie lo ha logrado hasta ahora. El intento más cercano fue el de Napoleón y comparar a Hitler con Napoleón es absurdo”.
Preguntas
Ahora bien, más allá de Hitler, la Segunda Guerra Mundial provocó varias observaciones. No pocos recurrieron al pasado para comparar el conflicto en Europa con otros ya acontecidos. En 1940, en una entrevista para el periódico Evening Star, el historiador Will Durant realizó la siguiente comparación entre Atenas, Esparta y Roma con Gran Bretaña, la Alemania nazi y Estados Unidos: “Esparta era una gran potencia terrestre de orden nazi: feroz, bárbara, glorificaba la guerra y sometía por completo a sus ciudadanos a una economía bélica. Atenas era una potencia marítima y, como Gran Bretaña, más civilizada. Durante 30 años Esparta luchó: vencía en tierra, pero perdía porque Atenas dominaba las olas. Luego Esparta construyó una flota y conquistó Atenas, aunque por poco tiempo. En la periferia de esa lucha creció Roma, como Estados Unidos en torno de la pugna por el imperio en Europa, y pronto Roma se tragó a Grecia y a Esparta también”.
Pese a sus límites, esta comparación muestra cómo, en plena contienda, la Antigüedad clásica le sirvió a Durant para pensar el presente y para imaginar el lugar que ocuparía Estados Unidos en el orden mundial por venir.
La analogía orienta al público, ofrece pronósticos que satisfacen ante el caos y vuelve plausibles ciertos desenlaces. Sin ella la sociedad se siente perdida, necesita referencias para no caminar ciega.
No obstante, detrás de estas comparaciones siempre hay ideologías, como la primacía estadunidense que Durant imaginó. Ante ello, conviene preguntarse: ¿quién compara?, ¿con qué propósito? y ¿qué queda fuera del encuadre?