IN MEMORIAM: ANDREW VLADY

Juan Carlos del Valle
Columnas
 Juan Carlos del Valle, Rosas, 2002, litografía, 39 x 30 cm

Conocí a Beatriz Vlady a través de su taller de enmarcado y conservación y se convirtió en una guía generosa, influencia y apoyo importante en los primeros años de mi trayecto profesional. No solo me enseñó sobre la preservación y correcta presentación de mi obra en condiciones adecuadas de espacio, temperatura, luz o humedad, sino que también fue la primera instrucción que recibí sobre nociones fundamentales de promoción y gestión profesional: cómo estructurar y proponer un proyecto de exposición, cómo hacer reportes de condición, cómo embalar, cuál es la función de un comisario o la importancia de tener un archivo, entre otras muchas.

Muchos dibujos de mis años formativos fueron publicados en un libro que se tituló “Oscuridad luminosa” y que se presentó en el Palacio de Bellas Artes. La mayoría de ellos partían de un minucioso estudio abstracto de las escalas tonales para llegar a una imagen realista. Beatriz le mostró mi libro a Andrew, su marido y fundador y director del histórico taller Kyron Ediciones Gráficas Limitadas, quien en ese momento estaba trabajando en un proyecto que tenía como propósito establecer una teoría y metodología para el uso del mármol mexicano como sustituto de la piedra litográfica. Andrew estaba buscando precisamente a un artista que trabajara el monocromo como yo lo estaba haciendo, fundamentado en el manejo abstracto de la luz y la sombra. Beatriz coordinó nuestro encuentro y recuerdo el peso de aquel momento: la conciencia de estar ante un gran maestro impresor, un inconforme, un perfeccionista, un experto conocedor de su oficio que además poseía la cualidad de que cada una de sus palabras se traducía en acciones puntuales, con resultados impecables.

Tras familiarizarme con el proyecto y establecer las dinámicas de trabajo, comencé a asistir al taller litográfico todos los días durante varias semanas; es la única vez que he accedido a trabajar estampa, hasta ahora. Cada mañana empezábamos puntualmente mientras sonaba Put Your Head on My Shoulder de Paul Anka. Por ese taller habían pasado prácticamente todos los artistas más reconocidos y admirados de la segunda mitad del siglo XX –Rufino Tamayo, Francisco Toledo, Leonora Carrington, Fernando García Ponce, José Luis Cuevas, Francisco Corzas o Francisco Zúñiga, entre otros–, produciendo algunas de las obras más icónicas del arte gráfico mexicano.

Y Andrew Vlady no trabajaba solo. En su equipo estaba Frank Lara y Arturo Guerrero, además de los impresores y dibujantes Demetrio Polgovsky y Esteban Sentíes, quienes formaron parte de este proyecto; y a pesar de que normalmente prefiero trabajar en soledad, me maravilló la experiencia colaborativa. Disfruté y aprendí al observar los procesos de entintado, aplicación de químicos, impresión y sellado; al experimentar el proceso de llegar a las imágenes de otra manera y en otros tiempos. La primera que trabajamos fue un bouquet de flores, seleccionada deliberadamente por la sutileza de sus gamas tonales. La segunda, fue un estudio de cabeza.

Se concretó el proyecto con la producción de las series de ambas imágenes y con mucho conocimiento adquirido en el proceso. Sin embargo, hasta donde yo sé, los resultados de la investigación –los cuales sin duda serían útiles y de gran relevancia para cualquier impresor, maestro, estudiante de arte, biblioteca o archivo– no se han publicado aún.

Andrew me enseñó todo lo que sé sobre producción de estampa y, además de considerarlo un mentor, fue una persona significativa en mi vida, con quien podía hablar extensamente sobre muchos temas que nos apasionaban a ambos: música, ballet, cine, pintura o literatura. Discurríamos sobre el monocromo en la gráfica y en el cine; sobre el movimiento de la cabeza requerido para ver la pantalla grande y sobre el movimiento ocular que recorre una obra gráfica; sobre la gama de negros en una estampa y aquellos que empleaban directores como Von Sternberg. Era un auténtico especialista de la imagen y la entendía como pocos; por eso era un deleite visitar museos –“musear”, como él decía– en su compañía. En una ocasión me filmó mientras pintaba. Admiré su pensamiento y su capacidad de discernimiento y crítica, así como la minuciosidad con que ejecutaba sus ideas.

Su muerte me tomó por sorpresa y no supe de ella hasta meses después de que había ocurrido. Por un lado lamenté profundamente la pérdida de alguien a quien quise y respeté, a la vez que experimenté la certeza de su permanencia a través de su enorme legado. La importancia del archivo Kyron, la riqueza artística de su producción gráfica y la labor de Andrew Vlady, necesita dimensionarse, valorarse y visibilizarse adecuadamente, ocupando el lugar que merece en la historia del arte mexicano.