ANGÉLICA DE NOMBRE, ANGÉLICA DE VOZ

“Aplaudida por un Papa, elogiada por reyes, aclamada por todos los públicos de Europa”.

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Alberto Barranco
Columnas
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Desangelada en la ropa, desgarbada en el trato, evidente sobrepeso en la figura y ceguera al acecho, el encanto de su voz seducía a los poetas. Manuel Acuña dibujaba una selva, un nido y un jilguero “que alegre y enternecido/ tras de un ensueño querido/ cruzó por el mundo entero”.

Bautizada en España como Ruiseñor mexicano, otro poeta, Agustín Cuenca, le escribiría directo “al genio soberano/ con que el infinito escalas/ para que quepan las alas/ del ruiseñor mexicano”.

De ella diría el maestro italiano Francisco Lamparte tras un memorable concierto en el teatro La Scala de Milán: Angelica di nome; Angelica di voce.

El arrobo de alguno, tras una magistral interpretación del personaje de la ópera de Gaetano Donnizetti, Lucía de Lammermoor, en el Teatro de Roma, le puso en las manos una corona de oro. El anónimo noble había acechado por horas la salida de la soprano.

Un elegante caballero le abrió en Madrid la puerta de su carruaje en desfile triunfal, escoltada por vítores y pétalos de flores.

En la senda, en Bolonia su caracterización de Violeta —el singular personaje de La Traviata— le arrendaría un piropo más, este del maestro Giuseppe Verdi: “Mi divina Violeta”.

Aplaudida por un Papa, elogiada por reyes, aclamada por todos los públicos de Europa, Ángela Peralta Castera moriría sin marchitarse aún su juventud: a los 38 años la voz angelical sería derrotada por la fiebre amarilla.

Un sacerdote entrelazaría en el último aliento, agonizante ya, dos sacramentos: matrimonio y extremaunción. En lance de cubrir la honra de la artista, su eterna compañía, el promotor y representante de ella, Julián Montiel y Duarte, decidió librar el buen nombre de la maledicencia, por más que esta le alcanzara a él.

“Quiere quedarse con todo”, decían los susurros a plena recámara de los altos del teatro de Mazatlán donde reposó el cadáver. A quién le importa si las joyas, incluido el brazalete cuajado de esmeraldas en tributo a la voz tras una función de gala en el Teatro Imperial de la calle de Vergara por parte del emperador Maximiliano y su esposa Carlota, habían sido devorados por la ambición sin tregua del padre de la cantante.

Ceguera

La Cantarina di Cámara del efímero imperio, cuyo nombramiento provocaría un ataque de bilis en el escritor Ignacio Manuel Altamirano, agravado por la presencia de Max y consorte en otra función de gala, esta en el puerto de Veracruz, había regresado al país tan pobre como se había ido a Europa en la primera de las tres temporadas realizadas.

La Ruiseñor mexicano había nacido el 6 de julio de 1845 en una casona ubicada en la calle de Aldaco esquina con Meade, en homenaje a los vascos que financiaron el Palacio de las Vizcaínas.

Miope desde niña, en sus últimos años la necesidad de desaparecer los gruesos anteojos en escena la volvía insegura en sus pasos.

Casada a los 21 años con su primo Eugenio Castera, quien presenciaría la ovación estrepitosa que procedió a la caída del telón en la inauguración del hoy Teatro Degollado de Guadalajara, este moriría de sífilis, mientras el padre de la soprano desaparecía de la escena y la ceguera se recrudecía cada vez más.

La cantante, la compositora, la mujer elevada a la gloria a los once años sería musa también de Juan de Dios Peza: “Y el ser que escuchaste alcanza/ tras una vida desierta/ que tu voz la despierta/ a otra vida de esperanza”.

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