Tratar con la ausencia es una manera de definir el quehacer del historiador. Parte fundamental de nuestra profesión consiste en encontrarnos con ella como quien se reúne con alguien en un café: esperando una conversación. Pero ese encuentro es largo y silencioso, aunque siempre nos interroga.
El espacio por excelencia es el archivo. Ahí nos aguarda, sin que sepamos qué esperar. Es, quizá, lo más parecido a una cita a ciegas. Ese es el lugar donde nos reunimos con ella.
Se conversa con la ausencia, se le hacen preguntas, pero no deja de ser una charla que, en ocasiones, desemboca en la frustración.
¿Qué nos dice esa ausencia? Nada, si no se le otorga un sentido. Por sí sola oculta demasiado y no está dispuesta a hablar. Necesita que la invitemos a conversar, siempre y cuando seamos nosotros, los historiadores, quienes guiemos el diálogo. Jamás toma la iniciativa. Responde de manera extraña; sus respuestas son confusas e incompletas y, sin embargo, no pueden ser más valiosas. Pueden ser profundas o simples, largas o cortas, a veces incluso emocionales, pero nunca nos dejan vacíos: cargan voces, demasiadas voces. Y nunca las olvidamos.
Colectividad
Para dialogar con ella se nos exige un conjunto de reglas y etiquetas que por supuesto varían según el lugar de la cita. Guantes para tocarla, porque hay que acercarse con cuidado. Su delicadeza demanda un toque fino y el más mínimo daño puede hacer que un conocimiento se pierda para siempre, además de una probable penalización para quien la hirió. Cubrebocas, porque entre sus palabras hay toxicidades. Guarda en ella polvo, bastante. Entre historiadores abundan las anécdotas de quienes contrajeron alguna enfermedad tras su cita con la ausencia (aunque en algunos espacios ya no sea obligatorio ir tan preparado).
Demanda nuestro silencio, porque el espacio no es individual: al lado, a la derecha, a la izquierda, enfrente o detrás, también hay alguien dialogando con la ausencia. Es una colectividad en conversación, y ya sabemos lo molesto que resulta el ruido cuando interrumpe.
A veces hay que hacer cita para conocerla; a veces basta con llegar y solicitar el diálogo. Varía según el archivo. Además, tiene horarios, pues no puede estar todo el día con nosotros, por más que queramos. Por la tarde, debe retirarse.
En la cita nunca lo dice todo, por más que los días se repitan, uno tras otro. Al contrario, nos da migajas y de ellas debemos aprender a construir sentido. Nos esconde cosas, tanto de manera consciente como inconsciente; bien lo sabemos en el momento que estamos cara a cara. Es frustrante, porque intuimos que guarda algo y tenemos pocas posibilidades de saber qué, exactamente.
El archivo, así como custodia documentos, también resguarda secretos. Sabe qué mostrar y qué no. Detrás hay intereses, ¿de quiénes?, es otra pregunta. Y la ausencia se entrelaza con ambos, porque de otro modo nos dejaría todas sus verdades y, sobre todo, nos privaría del reto y de la imaginación que, créalo o no, caracterizan el oficio del historiador.

