¿DE CUÁL DEMOCRACIA ESTAMOS HABLANDO?

Guillermo Deloya
Columnas
DEMOCRACIA

El Zócalo de la Ciudad de México colmado de gente es una estampa esperanzadora que refleja con buenos augurios que la sociedad se encuentra despierta y participativa. En un México donde accionar los pistones de la exigencia y la manifestación con causa se torna complicado, muchas veces por la contaminación que los actos sociales reciben de la política, es de aplaudir que cientos de miles de ciudadanos puedan sumar voces alrededor de un tema que, queda comprobado, es de lo más llamativo.

La defensa de la democracia ya sea en la modalidad de escudo del Instituto Nacional Electoral (INE) de noviembre pasado, o en la modalidad de rechazo a cualquier reforma promovida que atente contra tal concepto, es una causa que realmente mueve fibras masivamente. Pero para que una causa como la que se defiende pueda a su vez poner en marcha reales cambios debe definir de origen con certeza su conceptualización.

Es notorio que en nuestro país existen dos visiones sumamente polarizadas de lo que se entiende por democracia y, para mala fortuna, resulta casi imposible adentrarse a conceptos más hondos cuando todo se mancha por los colores de la política. Mientras un bando gobernante escuda su parecer en la voluntad mayoritaria de un pueblo que jamás se equivocaría, el lado opositor esgrime las grandes conquistas democráticas vía las instituciones, como si estas no tuvieran cabida alguna para su perfeccionamiento y evolución. No es casual que, compartiendo una temporalidad, los discursos sobre este tema sonaron casi al unísono; en un polo con voces de reclamo hacia el autoritarismo, y en otro extremo con estridentes reproches a la opinión ajena.

Regularidad democrática

En la nube de opinión pública el debate por el valor, evolución y convivencia en un estado democrático se ha desdibujado precisamente en la diatriba estéril. Se defiende con férrea pasión a los personajes que “personifican” a la democracia mexicana, pero difícilmente se entra en la discusión de fondo sobre el cómo puede México adaptarse como sociedad, gobierno e instituciones a una regularidad democrática en la modernidad que pocos parecen entender.

Para ilustrar lo anterior, un reciente estudio de TResearch International nos da una idea de qué tan arraigada está la valoración de la democracia en nuestro país. En este compendio de datos procesados en este mismo febrero de 2024 se demuestra en suma que la mitad de los mexicanos piensan que nuestra democracia funciona con perfección, mientras que la otra mitad expresa claramente lo contrario. 54.3% cree que tenemos una “muy buena” o “buena” democracia, 23.9% la estima “regular”, y 21.6% la considera “mala” o “muy mala”.

Este es un retrato en espejo del México dividido que se apega con mayor fuerza a personajes y posturas políticas. Ello se refleja cuando en el referido estudio se insertan los nombres que actualmente abanderan los proyectos presidenciales y de gobierno. Es así que, al presidente de la república, 59.9% de los encuestados lo define como un auténtico demócrata, a la candidata de Morena así la considera 59.1% y a la candidata del bloque opositor, 31.8% de quienes contestaron piensan que por igual es una real defensora de la democracia.

El problema se ahonda cuando vienen los cuestionamientos conceptuales. Ante la pregunta “¿Usted cree que (tal personaje) es un(a) defensor(a) de los valores de la democracia?” Los resultados se vuelven a apegar a la misma tendencia en pro de la simpatía política, pero cuando se pide definir al menos tres valores que involucran la democracia mexicana, 96.4% de los encuestados no supo aportar una respuesta.

Al llegar a este punto debemos reflexionar con seriedad. ¿Existen ejércitos de leales que pueden creer y adoptar cualquier postura con el único soporte de su filia política? Considero que sí: vivimos en un México dividido en bandos que, mientras centren la discusión en el apego partidista y la simpatía a personajes, poco aportarán a una real transformación hacia horizontes positivos. Nuestro país necesita cambios y consensos. No todo es malo ni todo es bueno, pero habrá que discutir fondos y razones más allá de procurarnos descalificaciones rancias por no ser incondicionales o por no sumarse sin remilgos a causas que a otros más convienen.