Consideremos algunas escenas habituales en la Ciudad de México de mediados del siglo XX. En las casas de actores, cineastas o fotógrafos –como las de Dolores del Río o Emilio “El Indio” Fernández– era frecuente encontrar una mezcla que hoy parecería improbable: pintores, escritores, músicos, diplomáticos, miembros de la farándula y estrellas del cine nacional e internacional que pasaban por la capital. En la televisión abierta, cronistas como Salvador Novo –y otros miembros de la vida literaria– ocupaban espacios privilegiados para hablar de literatura o historia. Eran tiempos en que la cultura respiraba en un solo espacio, donde lo popular y lo intelectual no se repelían, sino que se enriquecían mutuamente.
Durante décadas, esa convivencia fue parte del paisaje cultural. Los artistas –independientemente de su disciplina– pertenecían a la conversación cotidiana. El público general reconocía sus nombres, su voz, su presencia; aparecían lo mismo en revistas de sociales, que programas de radio, suplementos culturales y sobremesas familiares. El arte no era un territorio tan especializado y blindado como lo es ahora.
Yo mismo alcancé a ver los últimos ecos de esa convivencia más porosa. De niño, entrar a un restaurante significaba encontrarse rodeado de cuadros con ficha técnica y precio: si a algún comensal le gustaba, lo compraba ahí mismo. En los consultorios médicos o despachos de abogados el arte estaba a la vista, sin mayor solemnidad. Artistas de renombre exhibían en los Jardines del Arte, codeándose con pintores jóvenes o aficionados; aunque sí había jerarquías, se convivía sin tanta fricción. Incluso en ciertas publicaciones de época era común encontrar, en páginas contiguas, la biografía y obra de artistas como Rufino Tamayo o Chucho Reyes, y las de otros artistas poco conocidos o que comenzaban a construir una carrera.
Con el paso del tiempo, esa convivencia natural entre cultura y entretenimiento, así como entre artistas de diferentes disciplinas y trayectorias, se fracturó. El arte dejó de circular en espacios cotidianos y se volvió un territorio cada vez más elitista, mediado por instituciones que dictan legitimidad, ferias, galerías y un mercado global que convirtió la obra en un commodity. La figura del artista dejó de pertenecer al imaginario común y pasó a habitar un ecosistema especializado, en donde el acceso –económico, simbólico y cultural– resulta inalcanzable para la mayoría. Detrás del discurso de la inclusión se levantó, paradójicamente, un sistema más hermético que nunca.
A su vez, el entretenimiento se masificó hasta perder densidad. En lugar de debate, crítica o imaginación, se instaló la lógica del clic: contenido rápido, morboso, diseñado para absorber sin exigir nada al espectador. Formatos guiados por el algoritmo, donde la vulgaridad y la inmediatez funcionan como moneda de cambio. El resultado no es solo la banalización del espectáculo, sino la renuncia a cualquier ambición intelectual. En ambos casos –tanto en la inaccesibilidad del arte como en la banalización del entretenimiento– el resultado es similar: se han bajado los estándares.
Así, dos mundos que antes se nutrían mutuamente terminaron degradándose. Entre ambos desapareció la posibilidad de un espacio común donde el público pudiera encontrarse con ideas, sensibilidad o pensamiento crítico. Se perdió la brújula que permitía que las distintas líneas culturales convivieran, se enriquecieran y que habitaran en la sensibilidad colectiva. Recuperar algo de esa vitalidad no implica nostalgia, sino reconocer esta doble erosión y preguntarnos si todavía es posible reconstruir un terreno compartido donde el arte vuelva a significar algo, fuera de la esfera elitista e inaccesible donde actualmente circula.

