LA DESAPARICIÓN DE LA MAGIA

Juan Carlos del Valle, Lost, óleo sobre tela, 40 x 30 cm
Compartir

En un rincón discreto de una subasta, me crucé hace poco con unas flores en acuarela de mi maestro, Demetrio Llordén. Al contemplarlas, me invadió la nostalgia: volví a mis años de estudiante, a la vida en el taller, al reto de buscar un rostro, aprender a componer, plantear diferentes problemas de luz; el objeto cotidiano convertido en poesía, en universo. Allí la pintura se aprendía con la mirada y la práctica, con el oficio como brújula. Hoy esas flores parecen hablar desde otro mundo.

Al decidir ser pintor me enfrenté a la realidad implacable de que el modelo que se había impuesto ya no giraba en torno a la vida en el taller, el oficio o siquiera, la pintura, sino al discurso que sostiene a la obra y su mercado. El concepto se volvió más importante que la ejecución. La obra ya no bastaba: había que argumentar, teorizar, redactar. En paralelo, la enseñanza también se había transformado: los talleres de dibujo y grabado cedían lugar a aulas digitales y de nuevos medios y no era raro que maestros que no sabían pintar se sentaran a enseñar pintura detrás de un escritorio durante un solo semestre.

Recientemente tuve la oportunidad de ver un documental dirigido por Carlos Saura en el que Juan Luis Arsuaga, paleoantropólogo español, explicaba que en nosotros coexisten dos almas: una racional y otra mágica. De la primera nacen la ciencia y todas las cosas útiles y prácticas; de la segunda, los mitos, los delirios, las historias y el arte. En el mundo contemporáneo la balanza se ha inclinado casi por completo hacia la primera, asfixiando a la segunda. La obra de arte contemporánea es sobre intelectualizada, necesita un aparato de justificación, una estrategia, discursos que la rodeen y sostengan. La pulsión artística, ese núcleo mágico, queda subordinada a las exigencias del mercado y de la cultura de consumo. Así se instala la idea de que el arte debe actualizarse como si fuera moda, donde la novedad se confunde con valor. Y, sin embargo, el arte no es progresivo: hablar de “lo de hoy” como si fuera superior a “lo de ayer” es caer en una premisa falsa; el arte de ahora no es mejor ni más avanzado que el arte de antes.

Esa confusión entre novedad y valor no es sino producto de la implantación del modelo americano de éxito de los años sesenta y setenta, que transformó por completo la figura del artista. Pasamos del “genio” moderno –con todos sus problemas y clichés– a una constelación de nuevos arquetipos: el artista-marca, que combina la lógica de la celebridad con la del empresario millonario; el híperintelectual, que se sostiene en el discurso antes que en la obra; el artista-activista, que legitima su trabajo a través de causas políticas o sociales; y el tecnólogo, que deposita todo el valor en la novedad tecnológica. En este esquema, lo que es un impulso vital se convierte en estrategia: hay que intelectualizar para producir, presentar, vender, encajar en la maquinaria del mercado. Lo que importa es el capital simbólico y, de preferencia, también el financiero.

Desde el origen de los tiempos, la pulsión artística ha sido inseparable de lo humano. Cuando el hombre tomó conciencia de sí mismo, misterio de misterios, lo primero que hizo fue trazar en las paredes de las cuevas: un bisonte, una mano, una figura apenas sugerida. Ese gesto inaugural no respondía a un mercado ni a un discurso: era la manera de decir “yo existo, estoy aquí”. En ese trazo primitivo convivían la magia y la necesidad vital de dejar huella.Esa pulsión no puede aniquilarse, por más que los modelos contemporáneos intenten sofocarla bajo capas de teoría, mercadotecnia o espectáculo. Siempre habrá algo en nosotros que busque transformar la experiencia en forma, traducir la emoción en imagen, capturar lo intangible y lo inexplicable. Negarle espacio a esa fuerza equivale a una erosión silenciosa, a un vaciamiento de lo humano. Nadie tiene derecho a arrebatárnosla; y quien, desde la comodidad, la apatía o el miedo, consienta en cederla, terminará pagando con la pérdida de aquello que lo hace verdaderamente humano.

×