En el tablero de la geopolítica mundial se celebran dos cumbres que representan mundos cada vez más distanciados. Por un lado, la del G7, el tradicional club de las democracias industrializadas y ricas; por otro, la de los BRICS+, un ambicioso y heterogéneo bloque de potencias emergentes que tras su reciente expansión busca ser un contrapeso real al orden occidental.
Este último ya no es un concepto económico, sino una realidad geopolítica que agrupa a jugadores tan dispares como Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Arabia Saudita, Irán y Egipto.
La pregunta para un país como México, una de las mayores economías emergentes, es ineludible: ¿a qué mundo pertenecemos y, más importante, a cuál nos conviene pertenecer?
El poder de convocatoria de los BRICS+ es innegable y se sustenta en cifras contundentes. El bloque expandido ya representa más de 45% de la población mundial y, de manera crucial, su participación en el Producto Interno Bruto (PIB) global, medida en paridad de poder adquisitivo, se sitúa en torno a 36%, superando ya a la del G7.
Con la inclusión de las potencias del Golfo el grupo ahora controla cerca de 44% de la producción mundial de petróleo, otorgándole una palanca energética sin precedentes. Su discurso se centra en ser la voz del “Sur Global”, promoviendo la “desdolarización” del comercio y ofreciendo financiamiento a través de su Nuevo Banco de Desarrollo como alternativa al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial, controlados por Occidente.
Sin embargo, a pesar de esta imponente fachada, el bloque opera como un gigante con pies de barro, agrietado por profundas contradicciones internas. La más evidente es la persistente rivalidad entre sus dos pilares, China e India. Ambas potencias mantienen disputas fronterizas activas en el Himalaya y compiten ferozmente por la influencia en Asia.
Cálculo pragmático
Más allá de esta fisura central, resulta difícil encontrar una agenda cohesiva entre una democracia como Brasil, una teocracia como Irán y un régimen autoritario como el de Rusia. Su único denominador común parece ser el resentimiento hacia el liderazgo estadunidense. Incluso su objetivo estrella, la “desdolarización”, avanza a paso lento. Según el FMI, el dólar estadunidense sigue constituyendo casi 60% de las reservas de divisas de los bancos centrales del mundo, una hegemonía que no se desmantela con declaraciones.
Ante este panorama, ¿dónde queda México? Nuestro país, a diferencia de otros de tamaño similar, nunca ha coqueteado seriamente con la idea de unirse a los BRICS+. La razón es un cálculo pragmático dictado por la geografía y la economía: el destino mexicano está anclado a Norteamérica. Las cifras son irrefutables: más de 80% de las exportaciones mexicanas tiene como destino a nuestros socios del TMEC y Estados Unidos se mantiene como la principal fuente de Inversión Extranjera Directa (IED), representando casi 40% del total en el último año.
Irónicamente la prosperidad reciente de México, impulsada por el nearshoring, es una consecuencia directa de la misma tensión geopolítica que los BRICS+ buscan explotar. México se beneficia de ser la alternativa confiable a China para el mercado estadunidense, no de ser su socio en un bloque contestatario. Nuestra política exterior, por tanto, no es una falta de visión, sino una apuesta estratégica de largo plazo por la integración profunda con la economía más poderosa del planeta.
La economía mexicana exhibe una cara dual. Mientras se proyecta un crecimiento del PIB cercano a 2.2% para 2025, la inflación anual persiste como reto, situándose en 4.1%. La principal fortaleza macroeconómica sigue siendo el “superpeso”, que cotiza estable alrededor de 17.50 por dólar, anclado por las altas tasas de interés y la inversión del nearshoring.
La existencia de los BRICS+ no es una invitación para que México cambie de bando, sino un recordatorio de la nueva complejidad del mundo. El desafío para nuestro país no es buscar refugio en alianzas lejanas y contradictorias, sino aprender a maximizar su influencia y soberanía dentro del bloque norteamericano. La verdadera prueba de la diplomacia mexicana será convertir nuestra dependencia geográfica en una ventaja estratégica, siendo un socio indispensable y fuerte, en lugar de un vecino subordinado, en la región económica que, al día de hoy, sigue siendo la más dinámica y poderosa del mundo.