Donald Trump lo dijo sin rodeos: “No estoy contento con México” en su lucha contra los cárteles. La frase resonó porque llega justo cuando la relación bilateral enfrenta algo más profundo que un desencuentro diplomático: una crisis multidimensional que expone la cerrazón, la falta de capacidad y el deterioro de la gobernabilidad en México.
Pero no solo es Washington: el mundo entero observa con creciente desconfianza cómo el país se acerca peligrosamente a un punto de quiebre.
En el frente económico las señales son inequívocas. Las empresas estadunidenses —que representan 47% de la Inversión Extranjera Directa (IED) y sostienen 780 mil millones de dólares en comercio bilateral— acusan arbitrariedad fiscal, reinterpretaciones retroactivas del IVA y auditorías sin debido proceso.
La Business Roundtable, con más de 200 CEOs de gigantes globales, advierte que la reforma judicial mexicana pone en riesgo la estabilidad jurídica del TMEC. Cada vez son más las voces que advierten que México dejó de ser un socio confiable.
Frentes
El frente de seguridad tampoco ofrece alivio. El crimen organizado tiene presencia en 80% del territorio, los homicidios superan los 30 mil anuales y el flujo de fentanilo sigue siendo un tema central para Washington. Las sanciones del Tesoro contra bancos y casas de bolsa mexicanas por presunto lavado no son un incidente aislado, sino un síntoma de un Estado que ha perdido control territorial y credibilidad.
A ello se suma un frente ideológico que agrava las tensiones. Mientras depende estratégicamente de Estados Unidos, el actual gobierno mexicano cultiva afinidades con regímenes autoritarios de izquierda en la región, algunos con claras conexiones con el crimen organizado. Es un doble juego que el resto del mundo observa sin ingenuidad: ideología con unos, economía con otros, una ecuación insostenible cuando la estabilidad doméstica se desmorona.
Pero el frente más delicado es el interno. La gobernabilidad se fragmenta mientras el gobierno responde con autoadulación, teorías de conspiración y negación sistemática. Aquí vale recordar a Moisés Naím, quien ha documentado el manual del populismo autoritario: victimización permanente, purga de críticos, enemigos extranjeros imaginarios y narrativas que sustituyen la gestión. Cuando un liderazgo pierde el control, suele recurrir a conspiraciones internacionales para explicar lo que no puede resolver.
México está siguiendo este manual punto por punto. Acusaciones de complots internacionales de la ultraderecha, descalificaciones al Tesoro estadunidense, teorías absurdas sobre agentes externos que buscan desestabilizar. Es el patrón clásico: mientras la realidad se vuelve ingobernable, el discurso se vuelve más delirante. Y cuando un gobierno le apuesta más a su narrativa que a su capacidad, es cuando una sociedad enfrenta su mayor peligro.
Porque México no puede hablar de soberanía mientras el crimen manda, ni de certidumbre mientras normaliza la arbitrariedad, ni de justicia mientras politiza sus cortes, ni de estabilidad cuando sus principales frentes con Estados Unidos están abiertos y fuera de control.
La frase de Trump no es el problema. El problema es que describe perfectamente lo que hoy Estados Unidos —y el mundo— ya ven con absoluta claridad.

