Solo se vive una vez.
Nacido el 9 de noviembre de 1874 en Córdoba —y fallecido en la misma ciudad el 10 de mayo de 1930—, Julio Romero de Torres fue uno de los pintores más emblemáticos de la España de cambio de siglo.
Hijo de Rafael Romero Barros, también pintor y conservador del museo provinciano, Julio creció en un entorno artístico, rodeado por el estudio paterno, la escuela de Bellas Artes, el Conservatorio de música y el museo municipal.
Desde niño recibió instrucción en dibujo y pintura junto a sus hermanos (Rafael y Enrique), bajo la tutela del padre. A los diez años ya estaba en el Conservatorio de Música y estudió simultáneamente dibujo en la Escuela Provincial de Bellas Artes de Córdoba. En 1890, con apenas 16 años, pintó su obra La huerta de Morales, que muestra la influencia de su padre y de una pintura más paisajística y costumbrista. En 1895 presentó en la Exposición Nacional de Bellas Artes la obra ¡Mira qué bonita era!, que obtuvo mención honorífica y fue adquirida por el Estado.
Hacia comienzos del siglo XX Romero de Torres se movió en una zona de transición: la pintura regionalista, la influencia del modernismo español y las corrientes de la generación del 98 convergen en su obra. En esa etapa realizó viajes al Norte de África (Marruecos) y a diversos países europeos, lo que le permitió ver al frente nuevos paisajes, temas e influencias pictóricas. Un momento clave lo marca la obra La musa gitana (1907), que supuso un reconocimiento público importante —obtuvo medalla de oro en 1908— y que marcó la transición hacia un estilo más personal, simbólico.
Desde 1908 en adelante Romero de Torres dirige su mirada hacia un lenguaje más simbólico, más “propio”, en el que conviven lo popular andaluz, la mujer como protagonista, el flamenco, la cultura del toro, la religión, el deseo y la tensión moral. Su pintura hace uso de la mujer como arquetipo, incorpora elementos de la tradición, del folclore, del mundo de los toros, del cante hondo y del mito andaluz. En el políptico Poema de Córdoba (1913) retrata siete visiones de la ciudad: Córdoba guerrera, barroca, judía, cristiana, romana, religiosa y torera.
Romero de Torres fue también un retratista cotizado, por lo general de mujeres —actrices, cupletistas, cantantes, modelos— y también de artistas, toreros y personajes destacados de su época. En 1922 realizó una exposición en la Galería Witcomb de Buenos Aires que fue un éxito rotundo, lo que confirmó que su obra trascendía los límites regionales. Fue también nombrado académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Una de las claves en su obra es cómo supo combinar lo popular y lo simbólico, lo andaluz y lo universal. Fue acusado a veces de quedarse en el tópico folclórico (“andalucismo pintoresco”), pero estudios posteriores lo revisan como un artista de gran profundidad sicológica que retrató “las tensiones del ser humano” más allá del paisaje folklórico. Su paleta tiende hacia negros, azules verdosos y sensibilidad al dibujo; su figura femenina aparece muchas veces en estados límite de pureza, deseo, culpa o redención.
A finales de la década de 1920 su salud ya era frágil: los excesos de trabajo y una enfermedad hepática le obligaron a reducir el ritmo. En mayo de 1930 falleció en su ciudad natal. Su entierro fue multitudinario, Córdoba se detuvo para dar testimonio de su pérdida. Hoy en día cuenta con un museo dedicado en su ciudad, el Museo Julio Romero de Torres, donde se muestran muchas de sus obras. Además, su figura ha sido objeto de revisión para comprender su lugar como un artista que no solo pintó “lo andaluz”, sino quien, a través de ello abordó temas de identidad, género, deseo, moral y memoria artística española.
El pintor
Puso su lienzo sobre el caballete, tomó sus óleos y los acomodó previamente enfrente del palco. Su musa estaba en mitad del ruedo. Comenzó a pintarla con calma y sin prisa. Llevaba ya un par de horas en su pintura cuando se escuchó un estruendo en medio de la plaza.
Uno de los toros había escapado y rompió la puerta de los toriles. El toro bravo salió con tanta furia, que no alcanzó a ver a la modelo que estaba frente a él, solo vio el pedazo de tela rojo que ella tenía sobre los hombros. El pintor se aventó al ruedo logrando quitar del paso a la mujer. El toro se llevó el lienzo. Fue tan fuerte su embestida, que el paño quedó colgado de uno de los pitones, tapando por completo los ojos. El toro seguía corriendo hasta que fue a chocar directamente contra la barrera. Murió instantáneamente. La joven abrazó al pintor, quien aprovechó la ocasión. Ya saben cómo terminó el cuento.

